Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

viernes, 23 de marzo de 2018

La revolución y la reacción: causa y efecto.


¿Cómo justificar el odio y la intolerancia? Fácil: suponiendo que es el otro quien odia y no tolera. Porque en cuanto has conseguido convencer a la gente de ello, y tal individuo o tal grupo queda catalogado como "malvado" o "inhumano", eliminas los remordimientos por ensañarte con él o ellos. 

Así, primero vendrá el ensañamiento verbal, y luego quién sabe.

Esa es la razón de que el fervor revolucionario preceda en el tiempo al fervor reaccionario y surja con mayor frecuencia. Por eso es que las tendencias radicales de izquierda, y en especial el comunismo, han sido más populares y se han extendido mucho más que los fascismos o los conservadurismos autoritarios. Y esa es la razón también de que, como siempre insiste Fernando Paz, la violencia política sea un invento de las izquierdas.

Los revolucionarios usan la bondad como justificación para la maldad. Se aprovechan de las personas más sensibles y bienintencionadas y les someten a chantaje emocional: "si no estás con nosotros le estás dando la espalda a los más débiles". Así, una vez convencido el incauto de encontrarse ante los genuínos representantes de los agraviados, ya le tienen agarrado por las gónadas y pueden contar a partir de entonces con él como soldado a su servicio.

No hay mejor pretexto para el mal que ejercerlo en nombre de algún bien. Y si eres un delincuente, un criminal o un sádico, no encontrarás mejor subterfugio para dar rienda suelta a tus apetencias que “la defensa de los oprimidos”. Es por esta razón, entre otras, que la acción de las corrientes revolucionarias siempre es violenta y en cierto grado arbitraria e imprevisible; pero encuentra aun así su justificación en la supuesta bondad o necesidad de su causa. 

Así, durante el tiempo que tarda en triunfar o en fracasar, la injusticia y la violencia que origina sólo da lugar a más injusticia y más violencia. 

Pero siempre hay unos que provocan y otros que responden. Unos que atacan y otros que se defienden. A quien viene a perturbar la paz, se le hace la guerra. 

Primero viene la revolución, y luego la reacción. No puede ocurrir al revés, del mismo modo que el efecto no puede preceder a la causa.

Si somos materialistas y no idealistas no nos queda sino reconocer que eso que llamamos “fascismo” y “extrema derecha” surgen históricamente en respuesta, como reacción, al muy cierto peligro de las revoluciones comunistas.  Ya fuese en Italia, Alemania, España, Chile, Argentina, Bélgica o Rumanía, viene primero la amenaza (o amenazas en plural) del comunismo y en parte también del terrorismo anarquista, y surge después el fascismo o la extrema derecha como radicalización de algunos sectores sociales opuestos al comunismo y a las tendencias revolucionarias en general. 

Pero antes de seguir quiero aclarar a los malpensados y maniqueos de turno que lo anterior no pretende justificar nada sino meramente explicar, contextualizar. Y es que el contexto a que nos referimos se caracteriza por la desesperación, el miedo y la polarización. Son estos tres elementos los que explican, como digo, el que se pase de una postura defensiva o una ofensiva, de la moderación al radicalismo, de las buenas a las malas formas. E insisto una vez más en que no vengo aquí a defender la agresividad ni las malas formas, antes al contrario. El hecho, sin embargo, de que consideremos muy poco deseable esta respuesta no hace que deje de ser también un hecho esa retroalimentación de los odios socio-políticos, el cual resulta corroborado en todos los casos históricos que mencioné al comienzo.
Vemos sin embargo cómo la propaganda de los comunistas y los revolucionarios de izquierda en general hace todo lo posible por invertir el relato de los hechos. De ahí que constantemente anden haciendo amarillismo y sacándose de la manga fantasmales amenazas fascistas o ultraderechistas, pues la radicalización y el carácter combativo de sus posiciones sólo se justifican si el enemigo es igualmente radical y combativo. Corren pues el peligro de que muchos les vean como a ´Pedro y el lobo`, que de tanto causar alarma sin motivo, ya nadie les toma en serio. Sólo que en este caso es todavía más grave, ya que a diferencia del Pedro de la parábola, ellos además se dedican a aullar y a hacer incursiones en el bosque con objeto de atraer al “lobo” hacia el poblado.

¿Pero de dónde procede este impulso kamikaze, esta apología de la guerra civil? ¿Por qué algunos encuentran tan fácilmente justificación para asumir actitudes tan irresponsables como son provocar al adversario ideológico y avivar el conflicto social? 

Puede que tenga algo que ver con la necesidad que tiene nuestro ego de distinguirse del rebaño, en este caso enarbolando una supuesta moral y ética superior, encumbrándose a la altura del héroe justiciero. Y esa es una de las paradojas más fascinantes: el colectivismo sirve al propósito individualista, incluso ególatra, de competir por significarse política y moralmente, de jugar a ver quién está más “concienciado socialmente” y quien es capaz de extender su preocupación a más problemáticas o “visibilizar” a más “colectivos oprimidos”.

Y en esta competición por ver quién está más comprometido y quien posee mayor empatía han convertido algo que es sano y positivo, como la compasión hacia los más débiles (los individuos más débiles), en una patología que no distingue entre injusticia y azar ni entre individuo y colectivo. Pero a decir verdad tan siquiera se le puede llamar compasión, ni añadiéndole el adjetivo "patológica". Es más bien una respuesta programada al estilo de los perros de Paulov, una reacción histérica y desquiciada a cualquier hecho en que los protagonistas sean de razas, sexos u orientaciones sexuales distintas.

Sabemos bien todos los que mantenemos un mínimo de sensatez que de esta manera es imposible lograr una mayor justicia y compasión hacia los individuos, primeramente porque el individuo queda absorbido en el colectivo que ni siquiera él, sino otros, han elegido por él. Porque podrán decirme que cuando se esclavizaba a los negros el colectivo referido a la raza era el más determinante, pero hoy en día nadie puede afirmar que ser negro, magrebí o asiático sea más determinante que ser por ejemplo atractivo, elocuente, carismático, industrioso, fiable, etc.

Y si está tan claro que el objetivo no puede ser de ninguna manera hacer una sociedad más justa y compasiva, sólo podemos concluir que aquello que se pretende con toda esta "social justice war" es enfrentarnos, crear caos, y cruzar los dedos para que todo este despropósito "haga salir de sus madrigueras" o "despierte su lado oscuro" a los machistas, racistas y fascistas contra los que se levantaron en primer lugar, para en ese momento reafirmarse en su cosmovisión y en la necesidad de su cruzada.

Pero aun suponiendo que lo logren, debemos tener claro que eso no prueba que sus tesis fueran correctas; lo único que prueba es que todos tenemos un lado oscuro y que muchísima gente que nunca hubiera expresado actitudes machistas, racistas o fascistas pueden llegar a expresarlas si se les presiona lo suficiente.

Así, podemos concluir también que es su deseo el fabricar esos monstruos, que intentan por todos los medios crear las condiciones para que gran parte de la ciudadanía responda a su estrategia desquiciada con actitudes igualmente desquiciadas. Y que si no hay apenas machismo, racismo y fascismo en nuestra sociedad, quizá interese tocar las teclas adecuadas hasta que por fin lo haya.

Por todo ello puede que nos encontremos hoy, salvando las distancias, en una situación similar a la que atravesó Europa en los años veinte y treinta o Hispanoamérica en los sesenta y setenta. Efectivamente las posiciones fascistas y ultraderechistas están resurgiendo, tanto en forma de partidos políticos como en forma de grupos de opinión, uno diría que cada vez más amplios. Y tampoco digo que todos los partidos y sectores sociales a quienes se coloca esas ominosas etiquetas defiendan las mismas posturas que sus supuestos antecesores, ni que aquellos que más propiamente puedan ser calificados de “ultras” lo sean tanto como lo fueron aquellos. Por fortuna algo sí parecemos haber aprendido todos de la historia. De ahí que no veamos, al menos por ahora, nada parecido a las batallas campales que protagonizaron fascistas, comunistas, anarquistas y reaccionarios en la Europa que se preparaba para la 2ª G.M. Aunque quizá se deba más al progreso económico y la “comodidad burguesa” que trae consigo, sin duda mucho más extendida que en aquella época, que a una verdadera interiorización de aquellas lecciones de la historia.

Sea como fuere, hablamos de una situación que si bien es análoga en cuanto a polarización social, no es comparable a nivel de conflicto físico, si bien empieza a serlo a nivel de conflicto verbal, de conflicto de visiones, como diría Thomas Sowell.

¿Qué nos queda pues? ¿Cómo deberíamos reaccionar –entendiendo ahora este verbo en su sentido no político- ante esta estampa de creciente polarización social? 

A los que observamos este fenómeno más o menos desde la distancia, es decir, a los que percibimos los peligros de ambos extremismos, justamente por entender que no existe el uno sin el otro y que su razón de ser consiste en retroalimentarse mútuamente, nos causa una enorme frustración ver cómo tanta gente decide tirar la racionalidad y la moderación por el retrete y enfangarse en una guerra (por ahora sólo verbal) en que todos tenemos mucho que perder y muy poco que ganar. Los que aborrecemos el sectarismo y amamos el debate constructivo no podemos sino lanzar un grito desesperado, con la esperanza de que algunos entre las filas de uno y otro bando despierten de una vez al hecho de que sus actitudes son el reflejo exacto la una de la otra, las actitudes que ambos bandos necesitan identificar en el contrario para no cambiar esa dinámica de constante retroalimentación y polarización.

Cuando te enfrentas a un monstruo corres el peligro de transformarte tú en otro. 

Tanto el fascismo como la extrema derecha acaban emulando los peores vicios del comunismo y la extrema izquierda. Y en el fascismo es más previsible dado que desde su misma constitución es un movimiento surgido del seno del socialismo, aunque después lo “adorne” o “enriquezca” (cada cual lo juzgará a su modo) con ideologemas de origen conservador o tradicionalista. Su peculiaridad reside pues en que en él se funden la revolución y la reacción; y quizá esa sea el motivo de que, como pudo apreciarse muy especialmente en el caso alemán, sus peligros sean todavía más variopintos e imprevisibles.

Desde el principio la mentalidad conspiracionista, el alarmismo y los chivos expiatorios empiezan a ocupar un lugar cada vez más central en el discurso fascista, y en ocasiones alcanzan un grado de fanatismo e irracionalismo parejo al del discurso comunista, como fue el caso de los nazis. Por su parte el conservadurismo autoritario, esto es, la extrema derecha, no suele prestarse en la misma medida a este juego propagandista, a este fanatismo de tipo religioso, si bien no está exento de incurrir a menudo en los mismos vicios.

Sensacionalismo, paranoia y discurso de odio son elementos comunes tanto al llamado “fascismo” o “extrema derecha” como al llamado “antifascismo” o “extrema izquierda”. 

Y bien sé que habrá quien juzgue con mayor condescendencia los excesos de los segundos pensando que “lo hacen con buena intención” o que “les mueven buenos propósitos”. Lo que ocurre es que los buenos o malos propósitos son por lo general algo subjetivo. Desde el punto de vista del “fascista” su causa es tan justa y necesaria como lo es la del “antifascista” desde el suyo: ambos pretenden salvarnos de un peligroso monstruo que supuestamente nos acecha a todos; en el primer caso será el monstruo islámico, judío, masónico o comunista y en el segundo el monstruo racista, machista, cristiano o ultraliberal. Y por más que nuestras simpatías se inclinen hacia uno de los bandos más que hacia el otro, deberíamos ser lo suficientemente honestos para reconocer que en ningún caso deben disculparse o dejarse pasar aquellos tres “pecados”: sensacionalismo, paranoia y discurso de odio. Debería dar igual que el blanco de ese discurso sea hombre o mujer, europeo o africano, musulmán o cristiano, siempre que se esté acusando falsamente, generalizando injustamente y fomentando odio gratuitamente.

A no ser que nos parezca más disculpable que paguen justos por pecadores cuando los justos sean hombres, europeos, cristianos, conservadores y/o liberales.

¿Pero se vislumbra una salida a todo esto?

Yo creo que en este contexto de creciente polarización social, en medio de esta catarata de odios ideológicos enconados, lo único que puede romper la inercia revolución/reacción, es decir, lo más revolucionario en el buen sentido quizá sea volver a predicar el amor, la humildad, el perdón, el diálogo y el entendimiento. Son estos valores que hoy muchos dicen seguir defendiendo, pero que en realidad sólo lo hacen sesgada y fariseamente, los únicos que pueden poner freno a esta guerra fría civil, los únicos que pueden permitirnos salir de este infernal círculo vicioso. 
Debemos empezar a desinflar nuestros arrogantes y dominantes egos, debemos empezar a cultivar el sentido crítico y debemos interiorizar de una vez que ninguno de nosotros posee las últimas respuestas, que de todas las posiciones que mantienen nuestros semejantes puede aprenderse algo nuevo y de valor, y que si no fuese gracias a que cada individuo y cada grupo ve el mundo desde una perspectiva única e irrepetible, no habría nada que nos vacunase contra el error sostenido en el tiempo. Que no es pernicioso, sino todo lo contrario, que en la sociedad existan visiones revolucionarias y reaccionarias, progresistas y conservadoras, colectivistas e individualistas, pues los excesos, sesgos y vicios de cada una de ellas pueden ser contrapesados con las llamadas de atención de las otras; y más importante aún: pueden ser identificados

¿Acaso hay una mejor manera de identificar esos sesgos y excesos, o de alertar sobre ellos, que una pluralidad de perspectivas tan amplia como sea posible? 

¿Acaso puede surgir una vacuna para los posibles errores de una cosmovisión particular cuando esta cosmovisión es compartida por toda la sociedad? 

¿Se conforman los jueces con el testimonio de un único testigo? ¿Sería sensato para un científico limitarse a un solo paradigma?