Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

domingo, 7 de enero de 2018

Pornografía, feminismo y sexualidad (III)

Defensa de un razonable pudor.

Todos los problemas con que se topan las sociedades humanas son siempre más complejos de lo que parece, y el caso del sexo, la prostitución y la pornografía lo es quizá especialmente.

Si la sexualidad en la mayoría de las culturas implica pudor no es tanto por la desnudez del cuerpo como por la desnudez del alma. Intimidad, privacidad, pudor.. Nada de ello responde a normas y tabúes caprichosos. El temor a mostrar emociones en público, en una forma u otra, cumple la función de ocultar nuestras debilidades o peculiaridades, de “no mostrar de vez todas nuestras cartas”. Uno nunca es el mismo en sociedad y en soledad, entre camaradas y entre desconocidos; no se muestra lo mismo a los vecinos que a los amigos, ni tampoco a los amigos que a la pareja. 

Esa es la razón de que, si bien el puritanismo es nocivo, también puede serlo su opuesto. Si estigmatizar la sexualidad es peligroso, quizá no lo sea menos el desdramatizarla, desacralizarla, aseptizarla,  desvincularla del pudor y la intimidad. 

El sexo siempre constituirá una fuente de conflicto tanto a nivel social como individual, nunca dejará de intrigar, inspirar, atraer, repeler, fascinar y atemorizar a nuestras conciencias. Por más que exploremos los límites del pudor y la perversión, por más que estudiemos la inmensa variedad de sus formas, desde la ternura a la crueldad, de lo más inocente a lo más retorcido, nunca dejará de encarnar nuestro lado más salvaje, más imprevisible, más intrigante, más turbador y más poderoso.

No, el conflicto y el desafío que nos plantea nuestra sexualidad no se resuelve de manera tan simple como declarando la “liberación sexual” y proclamando que “tener sexo es como beberse un vaso de agua”. De hecho no se resuelve de ninguna manera, como dije anteriormente. Debemos hacernos conscientes de que siempre permanecerá en nuestra sociedad y en nuestras conciencias como un problema, de igual manera que la tensión existente entre individuo y comunidad, entre seguridad y libertad, o entre –y aquí volvemos en parte a lo mismo- masculinidad y femineidad.

Así que no: tampoco resolveremos el debate en torno a la prostitución o la pornografía negando que quienes la ejercen estén “vendiendo su cuerpo” –pues en efecto no se trata tanto del cuerpo como del alma, aunque no tiene por qué hablarse necesariamente de “venta”- ni tampoco afirmando que se trata de una profesión como cualquier otra, pues teniendo en cuenta todo lo anterior podemos ver con claridad los problemas que plantea tal aseveración.

A los del “vaso de agua” y a los de “una profesión como cualquier otra”, a los del “haz el amor y no la guerra” y a los que no ven nada de malo en que una pareja se ponga a copular tan tranquilamente en una estación de Metro les pondría como tarea leer al Marqués de Sade o visionar ciertos tipos de pornografía extrema. Si de verdad el sexo es tan inocuo, tan poco problemático y tan opuesto a la guerra, ¿cómo es que en tantas ocasiones se entremezcla y hasta se confunde con el poder, con el dominio, con la agresión e incluso con la crueldad y la más abierta psicopatía? 

Obvio que hay formas de sexualidad bastante inofensivas, pero hasta esas formas no pueden desligarse de pulsiones relacionadas con el poder y la agresión. “Conquista” sin ir más lejos es un término tan común en el contexto bélico como en el amoroso y sexual. Tienen razón por tanto quienes señalan que la sexualidad masculina está vinculada al dominio y a la agresividad, sólo que tal vinculación no es un constructo cultural del patriarcado sino una programación evolutiva del macho, la cual rebasa con mucho las fronteras de nuestra especie. Imagino que habrán visto cómo los gatos muerden el pellejo de la nuca de su compañera durante la cópula. Pero también habrán visto o habrán experimentado cómo la hembra humana araña la espalda de su pareja. También en la sexualidad femenina hay pues cierto componente de violencia, de instinto salvaje. Esas fuerzas animales, oscuras e irracionales que desata el sexo son lo que Camille Paglia denomina “caos inmoral de la libido”. Porque en efecto es inmoral, o cuando menos a-moral; y en efecto es caótico y hasta cierto punto imprevisible. El sexo nunca dejará de representar un riesgo, un peligro, aunque en la mayoría de las ocasiones sea leve y apenas perceptible (no conviene tampoco sacar las cosas de quicio); pero en mayor o menor medida implica jugar con fuego, y de hecho ahí radica en gran parte su atracción y su magia. Si realmente fuese algo tan inofensivo como “beberse un vaso de agua” no nos resultaría tan arrebatador, tan salvaje y liberador. Y es que aquello que se libera durante la actividad o la excitación sexual es como dijimos nuestra parte más animal, más irracional e inconsciente: nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso se transforman por completo y consecuentemente nosotros también nos transformamos en otra persona; más bien otro animal, más fiero y decidido, más depredador e incivilizado.

Por ello me interesa rescatar y seguir desarrollando las tesis que lancé en el segundo capítulo acerca de las “prostitutas sagradas”, aquellas sacerdotisas que en muchas religiones paganas se especializaban –digamos “profesionalmente”- en los placeres sexuales y que concebían sus orgías públicas como actos sagrados, trascendentes, las cuales yo quise equiparar a las modernas actrices porno. Yo diría que de alguna manera el talento y/o la responsabilidad específica de estas profesionales (o artistas, según se mire) consiste en la habilidad de jugar con fuego y no quemarse. Es una profesión (o un arte), pues, de riesgo. Las hay de mucho mayor riesgo, sin duda, pero es por este componente de “peligro” por lo que digo que en modo alguno se trata de “una profesión como cualquier otra”. Y si bien este carácter de peligrosidad no es tan alto como en la profesión de soldado o artificiero, aumenta a medida que se realizan prácticas más “extremas”, especialmente si implican violencia expresa, en la cual también existirán lógicamente grados. 

Loola Pérez dice que “para las mujeres, la sexualidad es una experiencia enmarcada en una tensión: placer y peligro”. Y así es en efecto. Pero en el caso de las actrices porno no se trata sólo del peligro físico y psicológico que implica abrir la caja de pandora del placer sádico u otras formas extremas de sexualidad, sino también del peligro moral, por así llamarlo, de encarnar a ojos de muchos una total disponibilidad sexual sin ningún tipo de límites, esto es, de ser vistas como indignas esclavas de las fantasías masculinas, dispuestas a prestarse a cualquier deseo en cualquier momento. Habrá siempre unos cuantos débiles mentales que no sabrán distinguir entre lo voluntario y lo forzado o entre lo profesional y lo personal, y que sólo verán en ellas mujeres fáciles, y hasta se ofenderán si no se muestran tan sumisas y tan dispuestas a todo como ellos imaginan que son. No digo que esto sea disculpable en absoluto, digo que es una consecuencia inevitable. Citando o parafraseando de nuevo a Paglia, el mundo está lleno de peligros y no ser consciente de ellos es una forma poco inteligente y poco responsable de enfrentarse a la vida. 

Los que insisten en el argumento de que es una profesión como cualquier otra son demasiado ingenuos o demasiado snobs. Una prostituta o una actriz porno nunca podrá ser vista como cualquier persona del montón; se la podrá juzgar como un ser más cobarde o por el contrario más valiente, como esclavizada o como liberada, como una casta inferior o como una casta superior, pero nunca como una igual. Hay profesiones que conllevan un estigma y que cuando uno las asume acepta que en el sueldo va el convertirse en foco de odios, críticas, insultos y vejaciones varias. Así ocurre también con los políticos, los policías, los banqueros, y en última instancia todo tipo de figuras públicas, ya gocen sus profesiones concretas de mayor o menor prestigio. La prostitución pues, y puede que todavía más la pornografía, estarán siempre rodeadas de cierto malditismo, como en menor medida lo está por ejemplo la música, la poesía, el teatro, el cine o el arte en general. 

Y tampoco creo que ello sea necesariamente algo negativo. Otra de las ideas en que he insistido a lo largo de estas reflexiones es la de que la sexualidad basa en gran parte su “atracción fatal” en su vinculación con lo misterioso y lo prohibido, y que en el caso de que fuera posible convertirla en algo por completo aséptico, inocente y carente de peligro se tornaría en ese mismo momento algo cotidiano y aburrido. Por suerte creo que esto es una total quimera, pues de poderse lograr lo que cierta “liberación sexual” preconiza nos arruinaría la sal de la vida, nos privaría en gran parte de los más dulces placeres; y todo ello, paradójicamente, en nombre del hedonismo. Y es que, como decía un personaje de Russ Meyer, “sin complejo de culpa quién querría follar”. 

Rescato aquí la provocación, que en absoluto es gratuita, ya lanzada en el primer capítulo: quizá las actrices porno y en menor medida otras trabajadoras sexuales puedan ser vistas como heroínas que asumen un papel y una responsabilidad que muy pocos estarían dispuestos a asumir y con ello contribuyen a mejorar la sociedad, ofreciendo una vía de escape de fácil acceso a nuestros instintos más acuciantes y probablemente evitando así que se produzcan más episodios trágicos de abusos y violaciones. En su momento lancé esa hipótesis porque me parecería que tenía todo el sentido, sin embargo he descubierto a posteriori que existen estudios que parecen demostrarlo. El psicólogo Michael Castleman resume las conclusiones de los mismos afirmando que "el porno no incita a los hombres a cometer violencia sexual, parece más bien una válvula que da salida a una energía potencialmente agresiva". Las trabajadoras sexuales constituirían pues una institución civilizadora, lo mismo que los jueces, juristas, policías y criminólogos, o los médicos, psicólogos, profesores y consultores, sin ponernos a discutir ahora cuáles de ellos son más necesarios, pero contribuyendo cada uno en su parcela a hacer el mundo más habitable.

*
Crítica al exceso de pudor en cuanto conlleva exceso de ignorancia.

“La pornografía conduce a la pederastia”. Quizá conozcan ustedes esta impactante tesis de J.M. De Prada, aparentemente bien trabada y que seguramente convence a muchos que están predispuestos a dejarse convencer y que abordan este asunto desde el prejuicio y el desconocimiento. 

De Prada argumenta que, puesto que la sexualidad humana no es como la animal (y en efecto es mucho más compleja, además de cumplir un papel mucho más protagónico), no se conforma con la mera repetición y busca siempre nuevos estímulos, cada vez más intensos. Lo de la repetición ciertamente tiene su gracia, pues se me ocurren pocas cosas más vinculadas a la repetición que el sexo, y también se me ocurren pocas actividades en que repetir y repetir siempre lo mismo resulte menos aburrido. Es obvio que no todo en la sexualidad es repetición, y que la variedad y la experimentación ocupan un lugar importante en ella, pero si hay una esencia de la pulsión sexual, como dijera Spengler, es el ritmo y la periodicidad.

Si nos fijamos, más allá de cuán relevante es la reiteración y cuánto la variación, la tesis de De Prada es análoga a aquella idea de que las drogas blandas conducen a las duras. Y es que las drogas y el sexo en efecto guardan muchas analogías; y si de un lado no es cierto que el consumo de drogas blandas conduzca siempre al de drogas duras, tampoco lo es que el consumo de cierta pornografía conduzca siempre al de otra más “extrema”. Quizá muchos se hagan adictos a nuevos y más potentes estímulos sexuales tras haber experimentado con ellos, igual que a otros les pasa con las sustancias enteogénicas, pero otros muchos siguen consumiendo toda su vida el mismo tipo de pornografia o el mismo tipo de drogas sin mostrar ningún interés por “ir más allá” ni vivir en constante búsqueda de “algo más excitante”. El tipo de sustancia o la dosis de la misma, igual que el tipo y la dosis de los estímulos sexuales, tienen un rango de tolerancia distinto en cada individuo, un límite a partir del cual la medicina se convierte en veneno, o lo que es lo mismo, el placer se convierte en dolor, el disfrute en malestar y la euforia en nausea. 

Pero no crean sin embargo que las teorías de este escritor católico y reaccionario son las más infundadas, desinformadas o torpes argumentalmente. Podrían ser hasta dignas de tomarse en serio si las comparamos con otras, quizá procedentes del espectro ideológico opuesto, y que ofenden todavía más a la inteligencia. En la obra Los costes sociales de la pornografía, James R. Stoner, y Donna M. Hughes se atreven a sentenciar que “un hombre que se masturba utilizando imágenes de mujeres en estado de excitación mientras son golpeadas, violadas o degradadas aprende que los sujetos que en ellas aparecen disfrutan y desean ese tratamiento, y, en consecuencia, que tiene permiso para actuar de esa forma”. Es difícil abordar la cuestión de la pornografía de una forma más falaz, más superficial y más ignorante. El mito de la Tabla Rasa, al que ya nos hemos referido otras veces en este espacio, se expresa aquí en su forma más burda; no sólo asumen estos dos autores que nuestros instintos e inclinaciones se construyen culturalmente sin ninguna base previa, sino que además somos por lo general tan imbéciles para no saber distinguir entre la fantasía y la realidad, entre la representación y la realización, o entre el cine y la vida. Imaginen que estas dos lumbreras ebrias de moralismo pretendieran juzgar del mismo modo a las películas de acción o de aventuras. ¿Verdad que sería delirante? 

La cruzada contra la pornografía es en el fondo la enésima reedición del chivo expiatorio. Igual que dijeron (y dicen) que las armas generan violencia, que las drogas generan adicción y que el capitalismo genera egoísmo, ahora se nos quiere vender que la pornografía genera depravación y que la prostitución genera explotación. Como si no hubiera violencia sin armas, ni adicciones a otra cosa que no sean drogas; o como si no hubiera egoísmo antes del capitalismo, formas de depravación no sexuales o explotación fuera de la prostitución. 

Moralistas y fariseos de izquierda y derecha acercan sus posiciones más que nunca y de esta manera nos dejan ver su fondo común, por encima de disfraces y etiquetas engañosos. No es la primera vez que el feminismo radical y el conservadurismo puritano se alían para intentar acabar con la pornografía y la prostitución.

Escohotado tiene razón:

Es cómodo no asumir nuestra responsabilidad. Es cómodo pensar que si soy un neurótico, si tengo una personalidad adictiva, es culpa de que se cruzara en mi camino “la maldita droga”. Es cómodo pensar que si soy un maldito pederasta o un maldito violador es culpa de la pornografía, de la hipersexualización en los medios o de “la sociedad”. Digámoslo claro: si tras un tiempo de experimentar con drogas te vuelves adicto a una o varias de ellas es porque tienes una personalidad obsesivo-compulsiva y si no te hubieras “cruzado con la droga” te habrías hecho adicto a cualquier otra cosa (de hecho, ya eres adicto a muchas otras cosas además de a las drogas, y a poco que te observes me darás la razón). Del mismo modo, si tras un tiempo de ver pornografía o practicando sexo "promiscuo" acabas interesándote por nuevas formas de excitación, por ejemplo la pedofilia, seguramente es porque siempre tuviste esas inclinaciones y la pornografía, la prostitución o la "promiscuidad" tan sólo te han hecho descubrirlo un poco antes. Así que no proyecten las culpas en entes externos, no maten al mensajero: asuman quiénes son y asuman su responsabilidad.

¿Acaso prefieren ignorar lo que esconden sus instintos y arriesgarse a descubrirlo en el momento más inesperado y quizá también menos apropiado, exponiéndose a la vergüenza e incluso al delito o, el azar no lo quiera, al crimen y el remordimiento? La pornografía no sólo constituye una vía de escape para ciertos instintos, la cual parece haberse probado, como dijimos, que efectivamente contribuye a mantenerlos a raya fuera del ámbito privado y consentido, sino que también es una fuente de auto-conocimiento: algunas de tus tendencias y tus apetencias se revelan cuando observas, representas o realizas prácticas sexuales que nunca habías observado, representado o realizado. Y obviamente podrá aducirse que, aunque en nosotros se hallen latentes muchas de esas tendencias y apetencias, quizá no convenga despertarlas o descubrirlas todas de vez. Y habría que empezar por el lenguaje, que cómo bien sabemos lo carga el diablo: ¿Se trata realmente más de despertar o de descubrir? ¿Hasta qué punto la pornografía nos incita a aficionarnos por ciertas representaciones o prácticas?

No pretendemos ser aquí unos defensores acérrimos de la pornografía, ciegos a todos los efectos negativos que pueda conllevar, del mismo modo que anteriormente nos hemos propuesto no ser ciegos a todo lo que la sexualidad tiene de conflictivo y problemático. Admitimos por tanto que es posible despertar, como dijimos, demasiados deseos de vez. Dependerá, como tantas otras cosas, de cada persona y del uso responsable que haga de su tiempo y de su "capital humano". Nada en exceso, nos dijo dicho el sabio. Aunque volviendo a insistir en que “cada persona es un mundo”, está claro que la medida del exceso será también distinta para cada uno de nosotros. Parece claro que, como ya dije en el primer capítulo, quienes se dedican a la pornografía o al trabajo sexual en general están hechos “de otra pasta”, bien porque son más desinhibidos, bien porque tienen un mayor apetito sexual o bien porque se les da mejor separar lo carnal de lo emocional. 

Responsabilidad y autoconocimiento es lo que intentamos defender desde esta tribuna. Y si es cierto que la pornografía es una fuente de autoconocimiento, obviamente no es la única. Si por un lado es deseable conocer lo mejor posible quiénes somos como “personas sexuales”, quizá no lo sea tanto enfocarse exclusivamente en esa dimensión de nuestra personalidad; aunque bien pudiera ser la que nos ofrece más información indirecta sobre otras dimensiones. Pero tampoco nos dejemos llevar en exceso por visiones de tipo freudiano, pues teorías nunca faltan y uno no debe fiarse demasiado de ninguna de ellas. 

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Enlaces a la primera y segunda parte.

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