Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

lunes, 12 de febrero de 2018

Contra el fundamentalismo liberal.

1. El autismo liberal.
Jesús Huerta De Soto, expresión máxima
del narcisismo de algunos teóricos liberales.

“Cualquier alianza es positiva si nos sirve para debilitar al Estado” … “Todo lo que vaya en la dirección de reducir el poder del Estado será bienvenido” … Seguro que todos los que han seguido a autores liberales y libertarios han leído o escuchado frases como éstas miles de veces. Mi intención en los siguientes párrafos es mostrar la peligrosidad de este postulado, peligrosidad que deriva del nihilismo y el fanatismo que a mi juicio lleva implícito.

Defender los derechos y libertades individuales no es malo en absoluto, y tampoco oponerse a las pretensiones de los políticos de excederse en sus funciones y abusar de su poder. Antes al contrario: el liberalismo bien entendido, esto es, alejado de fundamentalismos, es una postura filosófica, ética y política con la que me identifico plenamente. Y es que tampoco quien defiende la democracia bien entendida comete la insensatez de pensar que extendiendo ese ideal a cada vez más ámbitos se solucionen todos los problemas; pues la democracia, como el liberalismo, no se basta a sí misma para cubrir todas las eventualidades. Querer solucionar todos los problemas con la misma herramienta, o querer reducirlos todos al mismo, es casi la definición más perfecta de fundamentalismo: “si no está en el Corán, es que es falso; y si está, entonces nos sobra”. 

Porque sí, la libertad es vital para el ser humano, y los principios liberales constituyen probablemente la cima y la quintaesencia de nuestra civilización. ¡Precisamente por eso la defensa de esos principios no puede abstraerse del contexto histórico, político y cultural! Ya nos hemos topado pues con el primer escollo en esta lucha abstracta por la libertad, el primer toque de atención que nos obliga a bajar la mirada a la tierra bajo nuestros pies, tierra en la cual han crecido y arraigado esos principios que tanto valoramos. Principios que no vienen por tanto “del aire” ni del “sentido común” y que por ello es tan difícil trasladar a otros ámbitos culturales.

Se podrá dar pues la terrible paradoja de que en el nombre del liberalismo se pongan los cimientos para acabar con el liberalismo. Y esto podrá ocurrir de muy diversas formas, muchas de ellas defendidas ya hoy por el liberalismo fundamentalista o libertarismo. 

La primera de ellas consistirá en permitir que las sociedades de Occidente acojan a un número cada vez mayor de población procedente de esos otros ámbitos culturales en que el liberalismo está mucho menos arraigado. Porque en cuanto, ya sea por el número inicial de inmigrantes o por su mayor tasa de natalidad, estas poblaciones alcancen un porcentaje crítico, los valores predominantes de nuestra sociedad darán un giro que como mínimo cabe catalogar de incierto y correremos el peligro de “involucionar”, de volver en parte a usos medievales por expresarlo en términos sencillos. 

La segunda podría ser que por un exceso de celo en la aplicación de estos principios liberales, pasemos por alto atropellos a la soberanía nacional, como procesos secesionistas, penetración de intereses extranjeros o delegaciones de responsabilidad a entes supranacionales. Pues históricamente sólo hemos conocido el Imperio de la Ley bajo las fronteras del estado-nación, y por tanto arriesgar esa institución supone arriesgar ese Imperio de la Ley.

Habrá otras muchas formas de poner en peligro el orden liberal en nombre del mismo, como oponerse a guerras que tienen por objeto preservar la soberanía o los valores de las naciones occidentales, o como conceder los mismos derechos políticos a quienes defienden la soberanía nacional o el orden liberal que a quienes los atacan. No obstante esto podrá discutirse ampliamente y tampoco quiero centrarme demasiado en la paradoja de “subvertir el liberalismo en nombre del mismo”; pues el problema del fundamentalismo liberal, a mi juicio, no es sólo ese, sino que va mucho más allá: el problema de fondo es que está tan enfocado en preservar la libertad que se desentiende de otras muchas necesidades humanas, tanto individuales como sociales. 

Y no seré yo quien ponga en cuestión la máxima de Washington: “Quien antepone la seguridad a la libertad no merece tener ninguna de ellas”. Porque seguramente es cierto en la mayoría de los casos. En cualquier modo conviene analizar más detenidamente el sentido de esta frase. Y es que imagino que Washington en absoluto quiso decir que la seguridad no importaba lo más mínimo, e imagino también que apreciaría que hay momentos excepcionales en que la seguridad es lo que más peligra, y que en esos casos, empeñarse en dejar las libertades intactas puede ser suicida. En realidad el problema de la seguridad y la libertad nunca se resuelve fácilmente, a no ser cuando la falta de la primera se magnifica por parte de los gobernantes y se usa como pretexto para reducir las libertades del ciudadano, es decir, no porque lo consideren sinceramente necesario sino porque les interesa hacerlo por diversos motivos y usan el fantasma de la seguridad para justificar su traición a la ciudadanía, su voluntad de imponerse sobre ella. Pero cuando la falta de seguridad no es fabricada parcial o totalmente por los intereses inconfesables del poder, sino que es objetiva, creo que el problema resulta mucho más difícil de resolver. Tampoco queda claro por otra parte si Washington se refería más a la seguridad interna o externa, dicho de otro modo, a la seguridad a título individual o a título nacional y estatal. Porque se trata de dos cosas radicalmente distintas: lo uno refiere al Estado benefactor y lo otro a la supervivencia del mismo Estado, más allá de que se incline hacia el paternalismo o hacia el Imperio de la Ley. Y en lo primero todos los liberales lo tenemos más que claro, pero en lo segundo el asunto se pone bastante más complicado.

En cualquier caso, con la seguridad y la libertad no agotamos los grandes problemas de los individuos y de las sociedades humanas. Está además la paz, la estabilidad, la armonía, el entendimiento, el diálogo, la cohesión y el consenso social; todos ellos asuntos que no pueden despreciarse en nombre de un “objetivo superior” como es el aumento de las libertades para los libertarios o liberales fundamentalistas. Porque además no queda nada claro cómo se jerarquizan o priorizan los distintos tipos de libertad (económica, política, de expresión,…) y menos claro está aún cómo se miden, cómo se “colocan en la balanza” todas las posibles conquistas de libertad frente a todas las posibles pérdidas de seguridad, de estabilidad o de armonía social. ¿Hasta qué punto es superior el beneficio de obtener cierta libertad al perjuicio de perder cierta seguridad o estabilidad? ¿Y hasta qué punto es sensato sacrificar esos otros valores con la mira puesta en un objetivo que bien puede ir realizándose poco a poco como igual de fácilmente puede truncarse? ¿Realmente merece la pena convertirse en un militante que únicamente persigue acercarse a su ideal liberal o libertario y que en su fijación por alcanzar o acercarse paulatinamente a ese “reino soñado” se desentiende de todos los demás problemas que afectan, insistiré siempre, tanto a las sociedades como a los individuos? ¿No sería más sensato militar de forma algo menos obsesiva, de tal modo que nos quede tiempo y energía para preocuparnos por otros problemas además del de la libertad?

¿Le estará permitido decir a un liberal –yo lo soy, al menos hasta que me quiten “el carnet”- que hay otras cuestiones que merecen nuestra atención aparte de los derechos y libertades individuales?
La de Donald Trump quizá sea el mejor ejemplo de
política liberal con los pies en la tierra.

2. El "pensamiento Imagine" y el "hagamos como si".

Hace un tiempo me di cuenta de que los liberales también pueden ser bastante “perroflautas”, es decir, idealistas, ingenuos y cortoplacistas. A veces se olvidan de que, como dijo Hayek, “quedarse en el ´laissez faire, laissez passer` no es decir nada”, y que, por tanto, los brindis al libremercado tampoco significan demasiado si no descienden de lo abstracto a lo concreto y se encuadran en la coyuntura política real. 

No toda privatización o liberalización es igual: lo que en abstracto supone “dejar ese servicio al mercado”, en concreto puede implicar beneficiar a otra potencia económica: a otro Estado competidor del nuestro. 

A veces parece que los liberales hablan de los procesos económicos como si los estados-nación hubiesen desaparecido ya. Pero los estados-nación siguen ahí; y no tener en cuenta la nacionalidad de las empresas, concebirlas a todas ellas únicamente como actores en un mercado global, puede ser aprovechado por otros actores con más poder, como son los estados, para poco a poco aumentar su influencia y su protagonismo en el “concierto de las naciones”. 

Al final se parece al supuesto del desarme y la paz global, si bien no son dilemas por completo análogos. Pero algunas analogías sí se pueden trazar: al igual que ninguna nación aceptaría desarmarse unilateralmente, aunque sólo se tratara de un desarme parcial, ningún estado renunciará al beneficio que puede obtener de contar con cada vez más empresas punteras y exitosas mientras los demás no renuncien también en la misma medida a usar esa fuerza económica en su favor. Geopolítica y Teoría de Juegos básica.

Implica una contradicción notable el negar que exista o haya existido jamás un verdadero libremercado (lo cual es rigurosamente cierto) y al mismo tiempo referirnos al comercio global como si lo hubiese. Se critican los pactos bilaterales y se nos dice que si realmente defendemos el librecomercio debemos abrirnos a él unilateralmente y que todo lo demás vendrá dado. Pero puesto que el mercado global está trufado de intervenciones estatales y de estrategias a servicio de los Estados, aplicar esta fórmula parece implicar cierto autismo, por no decir una completa farsa: "vamos a fingir que existe el libremercado", no sé si para no complicarse la vida o para no reconocer que en un mundo solo parcialmente liberal debemos adoptar también estrategias solo parcialmente liberales.

Y lo que voy a decir ahora sí supone una herejía que probablemente no me perdonen mis correligionarios y por la cual me retiren definitivamente "el carnet", pero creo que a cualquier persona sensata le inspira desconfianza el que la receta económica sea siempre la misma en cualquier circunstancia y que además sea tan simple: eliminar barreras, liberalizar. ¿No es una pista bastante reveladora de que nos encontramos ante un fundamentalismo con todas las letras? ¿De verdad es creíble que la mejor opción, independientemente de lo que hagan quienes están a nuestro alrededor, sea indefectiblemente la misma? ¿No habrá ni tan siquiera unos pocos casos excepcionales en que la aplicación de medidas proteccionistas o de presión ante otras potencias sean recomendables? ¿O será la economía el único ámbito humano donde todos los problemas se resuelven de la misma forma?

Pero pasemos ahora de la dimensión económica a la política. No hace mucho yo consideraba a Hans-Hermann Hoppe poco menos que la quintaesencia de la filosofía política que andaba buscando: la perfecta síntesis del pensamiento anarquista y el reaccionario. Sin embargo ya venía hace tiempo poniendo en cuestión alguna de sus ideas, más en concreto la que entiende el secesionismo como motor de progreso, el pensar que puede alterarse el equilibrio geopolítico de las naciones-estado decimonónicas sin consecuencias, y que además le permitan a uno hacerlo (algo que está a pocos pasos del pensamiento ´Imagine`). Pero es que ahí no acaba todo, pues recientemente me he enterado de que el bueno de Hans propone aplicar la Sharia entre musulmanes o la Ley Gitana entre gitanos con tal de "debilitar al estado". Ahí he visto una luz que cabría calificar de cegadora o reveladora (valga la paradoja) pues he despertado al hecho de que el antiestatismo de Hoppe y de tantos otros ancaps convencidos es análogo en muchos aspectos al marxismo cultural que tanto critica precisamente él y muchos de su escuela. En pocas palabras: todo vale con tal de debilitar y finalmente destruir al Estado, lo mismo que para sus "contrarios" todo vale con tal de debilitar y finalmente destruir a la civilización occidental y al capitalismo que supuestamente es parte indisoluble de la misma. Pero esto no se queda sólo en disputas académicas: esto tiene graves consecuencias en la política real, pues dado que "el otro bando", el marxismo cultural, está ya cerca de proponer lo mismo que propone Hoppe, no sería nada extraño que en el futuro cercano se materializase una alianza entre marxistas culturales y hoppeanos para lograr ese fin que es funcional a sus respectivas estrategias, del mismo modo que su maestro Rothbard consideró útil aliarse con la New Left; y de finalmente triunfar en su empeño, ver unas sociedades ya de por sí fraccionadas por el multiculturalismo que, nuevamente, tiene en Hoppe a su mayor crítico, fraccionarse todavía más gravemente y dar lugar con mayor seguridad y con mayor rapidez a la guerra civil que tantos tememos y de la que tantos venimos avisando hace tiempo. En ese sentido se me ocurre que, ya puestos, visto que todo vale contra el Estado, ¿por qué no volver a la antigua estrategia anarquista de colocar bombas? De todos modos esto que proponen allana muy mucho el camino a que se pongan cada vez más de ellas en el futuro.



Imagina que todos los países pudiesen ser como Mónaco, Lietchenstein o San Marino... Imagina que todos pudiésemos crear nuestros pequeños reinos de nunca jamás... Imagina que todas las unidades políticas pudieran fraccionarse, y cada una de las partes resultantes volver a fraccionarse otra vez, y que así la secesión sólo tuviera como límite al individuo.

Creo que todos los conocedores del pensamiento representado por Rothbard, Hoppe o Bastos entenderán perfectamente este chiste que me he permitido hacer. Como ya adelanté antes, los libertarios y algunos liberales, por más que les pese, también participan del "pensamiento" Imagine. Lo cual no implicaría mayor problema que el de despertar poco a poco de ese sueño, cosa que les concierne exclusivamente a ellos; si no fuera porque del sueño de Lennon pasan al de Marcuse, y entienden que el fin de acabar con el estado-nación justifica prácticamente todos los medios.

Es de lo más significativo que Hoppe y muchos otros ancaps que se han distinguido por señalar los inmensos peligros que conlleva el marxismo cultural abracen un ideal utópico con pareja convicción a la de los propios marxistas culturales, y que por tanto olviden todo lo demás y se centren obsesivamente en alcanzar el paraíso soñado cueste lo que cueste.

Del mismo modo que el marxismo cultural asume con enorme ingenuidad que el fin de la civilización occidental no sólo significará el fin del capitalismo, sino también de las guerras, del imperialismo, del racismo, el machismo, la homofobia y todas las calamidades imaginables, el anarco-reaccionarismo de Hoppe asume con no menos ingenuidad que el fin de los estados-nación conducirá a un mundo armónico compuesto por miles de ciudades-estado donde cada uno resolverá sus problemas y no se inmiscuirá en los del vecino, lo que constituye a sus ojos el mejor de los mundos imaginables.

Sí, es cierto que ambas concepciones aureolares son análogas pero no equivalentes. Obviamente la de Hoppe y otros ancaps no espera acabar de un plumazo con tantos males como la de sus contrarios. Pero es que si le preguntamos a los marxistas culturales, probablemente tampoco llegan todos a tal extremo de ingenuidad, así que al final quizá sí sean las dos utopías más cercanas de lo que parece.

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