Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

viernes, 25 de mayo de 2018

Occidente contra Occidente (I)

~
"Forma parte de la identidad occidental el negar la propia identidad". 
(José Javier Esparza)
~
El extremado dinamismo que caracteriza a nuestra cultura hace que por comparación todas las demás parezcan casi congeladas en el tiempo.

¿Y si "tradición occidental" fuese un oxímoron? ¿Y si la genuina "tradición" de Occidente fuese la ruptura, la vanguardia y la revolución (tanto en el sentido político como en el cultural y científico)? 

Más allá de fórmulas idealistas y esencialistas, que por definición no admiten matices ni gradaciones, hay una cosa innegable: ninguna civilización presente o pasada se acercó tan siquiera al grado de inconformismo e individualismo que ha caracterizado a Occidente.

La cultura occidental fue única e irrepetible porque consistió en un dinamismo absoluto, en una fobia a todo lo estático, en un tren de alta velocidad sin frenos.

En la conciencia y en la vida occidental, como en el río de Heráclito, nada permanece, todo se transforma y lo transformado vuelve a transformarse cada vez a mayor velocidad.

La occidental es aquella mentalidad que nunca se conforma con nada. Esa es la razón de su rápido e inapelable progreso material e intelectual pero también de su rápido e inapelable suicidio colectivo.

Aquello que dijo Nietzsche de los españoles quizá sea aplicable a todo Occidente: quisimos ser demasiado, llegar demasiado lejos, y aspirar a objetivos demasiado ambiciosos. También como el viejo Imperio español, exigimos mucho a otros pero nos exigimos todavía más a nosotros mismos. Baste recordar la disputa de Salamanca sobre si era justa la conquista de América, la declaración de derechos de la Revolución Jacobina y la aún más ambiciosa de 1948; la Sociedad de Naciones, la descolonización, las ONG´s, los planes de ayuda al Tercer Mundo,... el liberalismo, el marxismo, el anarquismo y la larga lista de intelectuales dedicados a a sacarle hasta los higadillos a nuestra cuanto más exitosa más culpable civilización.

Como digo, la crítica y el inconformismo han estado tan presentes en nuestras sociedades que ellas mismas han acabado por ser el principal objeto de esa crítica. Y ha llegado a ser ésta tan cruda y despiadada que ha penetrado en nuestro espíritu y lo ha herido de muerte, hasta llegar a un punto en el cual dedicarse a rematar ese espíritu se ha convertido en nuestro principal pasatiempo. 

"No hay cosa que más guste a los occidentales que darse latigazos en la espalda", dice Villanueva en este demoledor artículo.
Occidente carga sobre sus espaldas ora toda
la responsabilidad, ora toda la culpa por 

lo que acontece en el Orbe entero.
*
Lo mismo que nos hizo progresar tanto y tan rápido es lo que nos condujo a inmolarnos como civilización. Otras sociedades no lograron semejante progreso pero tampoco sembraron la semilla de su propia destrucción.

Occidente es un fulgor que atravesó la historia cegando a todos a su alrededor y que se extinguió tan rápidamente como había prendido. Las otras civilizaciones contemplaron esa gran explosión en el cielo cubriendo todo el horizonte, la cual durante un breve lapso hizo llover un "maná" que alimentó su progreso material pero dejó casi intacto su ethos.

Así, la cultura occidental desapareció, dejando como legado sus logros materiales, y el resto de culturas siguieron su sosegado camino acordándose de cuando en cuando de aquel tren que causaba tanto estruendo al pasar pero que un día, sin previo aviso, dejó de hacerlo.

Pero este final, tan deseado por aquellos críticos despiadados -se podría decir que masoquistas o suicidas-, no significa lo que ellos imaginaron. De hecho significa la muerte de esa actitud inconformista y de esa crítica despiadada.

La gran paradoja es ésta: defender hoy la tolerancia, el pacifismo, el universalismo y el multiculturalismo más allá de cierto límite elimina la posibilidad de que esos ideales subsistan mañana. 

Al no existir nada parecido fuera del contexto occidental, negar la identidad de Occidente no va a dar lugar, como parecen pensar muchos, a un mundo sin identidades sino a un mundo sin Occidente

Y ahí es donde radica la insalvable contradicción, porque un mundo sin Occidente significa un mundo en que nadie o casi nadie defenderá ya esos ideales tan preciados por los enemigos de la identidad.
“Algunos estadounidenses han promovido el multiculturalismo dentro de su país; otros han promovido el universalismo fuera de él; y los hay que han hecho ambas cosas. El multiculturalismo dentro del país amenaza a los Estados Unidos y a Occidente; el universalismo fuera de él amenaza a Occidente y al mundo.” (Samuel P. Huntington)
~

viernes, 23 de marzo de 2018

La revolución y la reacción: causa y efecto.


¿Cómo justificar el odio y la intolerancia? Fácil: suponiendo que es el otro quien odia y no tolera. Porque en cuanto has conseguido convencer a la gente de ello, y tal individuo o tal grupo queda catalogado como "malvado" o "inhumano", eliminas los remordimientos por ensañarte con él o ellos. 

Así, primero vendrá el ensañamiento verbal, y luego quién sabe.

Esa es la razón de que el fervor revolucionario preceda en el tiempo al fervor reaccionario y surja con mayor frecuencia. Por eso es que las tendencias radicales de izquierda, y en especial el comunismo, han sido más populares y se han extendido mucho más que los fascismos o los conservadurismos autoritarios. Y esa es la razón también de que, como siempre insiste Fernando Paz, la violencia política sea un invento de las izquierdas.

Los revolucionarios usan la bondad como justificación para la maldad. Se aprovechan de las personas más sensibles y bienintencionadas y les someten a chantaje emocional: "si no estás con nosotros le estás dando la espalda a los más débiles". Así, una vez convencido el incauto de encontrarse ante los genuínos representantes de los agraviados, ya le tienen agarrado por las gónadas y pueden contar a partir de entonces con él como soldado a su servicio.

No hay mejor pretexto para el mal que ejercerlo en nombre de algún bien. Y si eres un delincuente, un criminal o un sádico, no encontrarás mejor subterfugio para dar rienda suelta a tus apetencias que “la defensa de los oprimidos”. Es por esta razón, entre otras, que la acción de las corrientes revolucionarias siempre es violenta y en cierto grado arbitraria e imprevisible; pero encuentra aun así su justificación en la supuesta bondad o necesidad de su causa. 

Así, durante el tiempo que tarda en triunfar o en fracasar, la injusticia y la violencia que origina sólo da lugar a más injusticia y más violencia. 

Pero siempre hay unos que provocan y otros que responden. Unos que atacan y otros que se defienden. A quien viene a perturbar la paz, se le hace la guerra. 

Primero viene la revolución, y luego la reacción. No puede ocurrir al revés, del mismo modo que el efecto no puede preceder a la causa.

Si somos materialistas y no idealistas no nos queda sino reconocer que eso que llamamos “fascismo” y “extrema derecha” surgen históricamente en respuesta, como reacción, al muy cierto peligro de las revoluciones comunistas.  Ya fuese en Italia, Alemania, España, Chile, Argentina, Bélgica o Rumanía, viene primero la amenaza (o amenazas en plural) del comunismo y en parte también del terrorismo anarquista, y surge después el fascismo o la extrema derecha como radicalización de algunos sectores sociales opuestos al comunismo y a las tendencias revolucionarias en general. 

Pero antes de seguir quiero aclarar a los malpensados y maniqueos de turno que lo anterior no pretende justificar nada sino meramente explicar, contextualizar. Y es que el contexto a que nos referimos se caracteriza por la desesperación, el miedo y la polarización. Son estos tres elementos los que explican, como digo, el que se pase de una postura defensiva o una ofensiva, de la moderación al radicalismo, de las buenas a las malas formas. E insisto una vez más en que no vengo aquí a defender la agresividad ni las malas formas, antes al contrario. El hecho, sin embargo, de que consideremos muy poco deseable esta respuesta no hace que deje de ser también un hecho esa retroalimentación de los odios socio-políticos, el cual resulta corroborado en todos los casos históricos que mencioné al comienzo.
Vemos sin embargo cómo la propaganda de los comunistas y los revolucionarios de izquierda en general hace todo lo posible por invertir el relato de los hechos. De ahí que constantemente anden haciendo amarillismo y sacándose de la manga fantasmales amenazas fascistas o ultraderechistas, pues la radicalización y el carácter combativo de sus posiciones sólo se justifican si el enemigo es igualmente radical y combativo. Corren pues el peligro de que muchos les vean como a ´Pedro y el lobo`, que de tanto causar alarma sin motivo, ya nadie les toma en serio. Sólo que en este caso es todavía más grave, ya que a diferencia del Pedro de la parábola, ellos además se dedican a aullar y a hacer incursiones en el bosque con objeto de atraer al “lobo” hacia el poblado.

¿Pero de dónde procede este impulso kamikaze, esta apología de la guerra civil? ¿Por qué algunos encuentran tan fácilmente justificación para asumir actitudes tan irresponsables como son provocar al adversario ideológico y avivar el conflicto social? 

Puede que tenga algo que ver con la necesidad que tiene nuestro ego de distinguirse del rebaño, en este caso enarbolando una supuesta moral y ética superior, encumbrándose a la altura del héroe justiciero. Y esa es una de las paradojas más fascinantes: el colectivismo sirve al propósito individualista, incluso ególatra, de competir por significarse política y moralmente, de jugar a ver quién está más “concienciado socialmente” y quien es capaz de extender su preocupación a más problemáticas o “visibilizar” a más “colectivos oprimidos”.

Y en esta competición por ver quién está más comprometido y quien posee mayor empatía han convertido algo que es sano y positivo, como la compasión hacia los más débiles (los individuos más débiles), en una patología que no distingue entre injusticia y azar ni entre individuo y colectivo. Pero a decir verdad tan siquiera se le puede llamar compasión, ni añadiéndole el adjetivo "patológica". Es más bien una respuesta programada al estilo de los perros de Paulov, una reacción histérica y desquiciada a cualquier hecho en que los protagonistas sean de razas, sexos u orientaciones sexuales distintas.

Sabemos bien todos los que mantenemos un mínimo de sensatez que de esta manera es imposible lograr una mayor justicia y compasión hacia los individuos, primeramente porque el individuo queda absorbido en el colectivo que ni siquiera él, sino otros, han elegido por él. Porque podrán decirme que cuando se esclavizaba a los negros el colectivo referido a la raza era el más determinante, pero hoy en día nadie puede afirmar que ser negro, magrebí o asiático sea más determinante que ser por ejemplo atractivo, elocuente, carismático, industrioso, fiable, etc.

Y si está tan claro que el objetivo no puede ser de ninguna manera hacer una sociedad más justa y compasiva, sólo podemos concluir que aquello que se pretende con toda esta "social justice war" es enfrentarnos, crear caos, y cruzar los dedos para que todo este despropósito "haga salir de sus madrigueras" o "despierte su lado oscuro" a los machistas, racistas y fascistas contra los que se levantaron en primer lugar, para en ese momento reafirmarse en su cosmovisión y en la necesidad de su cruzada.

Pero aun suponiendo que lo logren, debemos tener claro que eso no prueba que sus tesis fueran correctas; lo único que prueba es que todos tenemos un lado oscuro y que muchísima gente que nunca hubiera expresado actitudes machistas, racistas o fascistas pueden llegar a expresarlas si se les presiona lo suficiente.

Así, podemos concluir también que es su deseo el fabricar esos monstruos, que intentan por todos los medios crear las condiciones para que gran parte de la ciudadanía responda a su estrategia desquiciada con actitudes igualmente desquiciadas. Y que si no hay apenas machismo, racismo y fascismo en nuestra sociedad, quizá interese tocar las teclas adecuadas hasta que por fin lo haya.

Por todo ello puede que nos encontremos hoy, salvando las distancias, en una situación similar a la que atravesó Europa en los años veinte y treinta o Hispanoamérica en los sesenta y setenta. Efectivamente las posiciones fascistas y ultraderechistas están resurgiendo, tanto en forma de partidos políticos como en forma de grupos de opinión, uno diría que cada vez más amplios. Y tampoco digo que todos los partidos y sectores sociales a quienes se coloca esas ominosas etiquetas defiendan las mismas posturas que sus supuestos antecesores, ni que aquellos que más propiamente puedan ser calificados de “ultras” lo sean tanto como lo fueron aquellos. Por fortuna algo sí parecemos haber aprendido todos de la historia. De ahí que no veamos, al menos por ahora, nada parecido a las batallas campales que protagonizaron fascistas, comunistas, anarquistas y reaccionarios en la Europa que se preparaba para la 2ª G.M. Aunque quizá se deba más al progreso económico y la “comodidad burguesa” que trae consigo, sin duda mucho más extendida que en aquella época, que a una verdadera interiorización de aquellas lecciones de la historia.

Sea como fuere, hablamos de una situación que si bien es análoga en cuanto a polarización social, no es comparable a nivel de conflicto físico, si bien empieza a serlo a nivel de conflicto verbal, de conflicto de visiones, como diría Thomas Sowell.

¿Qué nos queda pues? ¿Cómo deberíamos reaccionar –entendiendo ahora este verbo en su sentido no político- ante esta estampa de creciente polarización social? 

A los que observamos este fenómeno más o menos desde la distancia, es decir, a los que percibimos los peligros de ambos extremismos, justamente por entender que no existe el uno sin el otro y que su razón de ser consiste en retroalimentarse mútuamente, nos causa una enorme frustración ver cómo tanta gente decide tirar la racionalidad y la moderación por el retrete y enfangarse en una guerra (por ahora sólo verbal) en que todos tenemos mucho que perder y muy poco que ganar. Los que aborrecemos el sectarismo y amamos el debate constructivo no podemos sino lanzar un grito desesperado, con la esperanza de que algunos entre las filas de uno y otro bando despierten de una vez al hecho de que sus actitudes son el reflejo exacto la una de la otra, las actitudes que ambos bandos necesitan identificar en el contrario para no cambiar esa dinámica de constante retroalimentación y polarización.

Cuando te enfrentas a un monstruo corres el peligro de transformarte tú en otro. 

Tanto el fascismo como la extrema derecha acaban emulando los peores vicios del comunismo y la extrema izquierda. Y en el fascismo es más previsible dado que desde su misma constitución es un movimiento surgido del seno del socialismo, aunque después lo “adorne” o “enriquezca” (cada cual lo juzgará a su modo) con ideologemas de origen conservador o tradicionalista. Su peculiaridad reside pues en que en él se funden la revolución y la reacción; y quizá esa sea el motivo de que, como pudo apreciarse muy especialmente en el caso alemán, sus peligros sean todavía más variopintos e imprevisibles.

Desde el principio la mentalidad conspiracionista, el alarmismo y los chivos expiatorios empiezan a ocupar un lugar cada vez más central en el discurso fascista, y en ocasiones alcanzan un grado de fanatismo e irracionalismo parejo al del discurso comunista, como fue el caso de los nazis. Por su parte el conservadurismo autoritario, esto es, la extrema derecha, no suele prestarse en la misma medida a este juego propagandista, a este fanatismo de tipo religioso, si bien no está exento de incurrir a menudo en los mismos vicios.

Sensacionalismo, paranoia y discurso de odio son elementos comunes tanto al llamado “fascismo” o “extrema derecha” como al llamado “antifascismo” o “extrema izquierda”. 

Y bien sé que habrá quien juzgue con mayor condescendencia los excesos de los segundos pensando que “lo hacen con buena intención” o que “les mueven buenos propósitos”. Lo que ocurre es que los buenos o malos propósitos son por lo general algo subjetivo. Desde el punto de vista del “fascista” su causa es tan justa y necesaria como lo es la del “antifascista” desde el suyo: ambos pretenden salvarnos de un peligroso monstruo que supuestamente nos acecha a todos; en el primer caso será el monstruo islámico, judío, masónico o comunista y en el segundo el monstruo racista, machista, cristiano o ultraliberal. Y por más que nuestras simpatías se inclinen hacia uno de los bandos más que hacia el otro, deberíamos ser lo suficientemente honestos para reconocer que en ningún caso deben disculparse o dejarse pasar aquellos tres “pecados”: sensacionalismo, paranoia y discurso de odio. Debería dar igual que el blanco de ese discurso sea hombre o mujer, europeo o africano, musulmán o cristiano, siempre que se esté acusando falsamente, generalizando injustamente y fomentando odio gratuitamente.

A no ser que nos parezca más disculpable que paguen justos por pecadores cuando los justos sean hombres, europeos, cristianos, conservadores y/o liberales.

¿Pero se vislumbra una salida a todo esto?

Yo creo que en este contexto de creciente polarización social, en medio de esta catarata de odios ideológicos enconados, lo único que puede romper la inercia revolución/reacción, es decir, lo más revolucionario en el buen sentido quizá sea volver a predicar el amor, la humildad, el perdón, el diálogo y el entendimiento. Son estos valores que hoy muchos dicen seguir defendiendo, pero que en realidad sólo lo hacen sesgada y fariseamente, los únicos que pueden poner freno a esta guerra fría civil, los únicos que pueden permitirnos salir de este infernal círculo vicioso. 
Debemos empezar a desinflar nuestros arrogantes y dominantes egos, debemos empezar a cultivar el sentido crítico y debemos interiorizar de una vez que ninguno de nosotros posee las últimas respuestas, que de todas las posiciones que mantienen nuestros semejantes puede aprenderse algo nuevo y de valor, y que si no fuese gracias a que cada individuo y cada grupo ve el mundo desde una perspectiva única e irrepetible, no habría nada que nos vacunase contra el error sostenido en el tiempo. Que no es pernicioso, sino todo lo contrario, que en la sociedad existan visiones revolucionarias y reaccionarias, progresistas y conservadoras, colectivistas e individualistas, pues los excesos, sesgos y vicios de cada una de ellas pueden ser contrapesados con las llamadas de atención de las otras; y más importante aún: pueden ser identificados

¿Acaso hay una mejor manera de identificar esos sesgos y excesos, o de alertar sobre ellos, que una pluralidad de perspectivas tan amplia como sea posible? 

¿Acaso puede surgir una vacuna para los posibles errores de una cosmovisión particular cuando esta cosmovisión es compartida por toda la sociedad? 

¿Se conforman los jueces con el testimonio de un único testigo? ¿Sería sensato para un científico limitarse a un solo paradigma?

lunes, 12 de febrero de 2018

Contra el fundamentalismo liberal.

1. El autismo liberal.
Jesús Huerta De Soto, expresión máxima
del narcisismo de algunos teóricos liberales.

“Cualquier alianza es positiva si nos sirve para debilitar al Estado” … “Todo lo que vaya en la dirección de reducir el poder del Estado será bienvenido” … Seguro que todos los que han seguido a autores liberales y libertarios han leído o escuchado frases como éstas miles de veces. Mi intención en los siguientes párrafos es mostrar la peligrosidad de este postulado, peligrosidad que deriva del nihilismo y el fanatismo que a mi juicio lleva implícito.

Defender los derechos y libertades individuales no es malo en absoluto, y tampoco oponerse a las pretensiones de los políticos de excederse en sus funciones y abusar de su poder. Antes al contrario: el liberalismo bien entendido, esto es, alejado de fundamentalismos, es una postura filosófica, ética y política con la que me identifico plenamente. Y es que tampoco quien defiende la democracia bien entendida comete la insensatez de pensar que extendiendo ese ideal a cada vez más ámbitos se solucionen todos los problemas; pues la democracia, como el liberalismo, no se basta a sí misma para cubrir todas las eventualidades. Querer solucionar todos los problemas con la misma herramienta, o querer reducirlos todos al mismo, es casi la definición más perfecta de fundamentalismo: “si no está en el Corán, es que es falso; y si está, entonces nos sobra”. 

Porque sí, la libertad es vital para el ser humano, y los principios liberales constituyen probablemente la cima y la quintaesencia de nuestra civilización. ¡Precisamente por eso la defensa de esos principios no puede abstraerse del contexto histórico, político y cultural! Ya nos hemos topado pues con el primer escollo en esta lucha abstracta por la libertad, el primer toque de atención que nos obliga a bajar la mirada a la tierra bajo nuestros pies, tierra en la cual han crecido y arraigado esos principios que tanto valoramos. Principios que no vienen por tanto “del aire” ni del “sentido común” y que por ello es tan difícil trasladar a otros ámbitos culturales.

Se podrá dar pues la terrible paradoja de que en el nombre del liberalismo se pongan los cimientos para acabar con el liberalismo. Y esto podrá ocurrir de muy diversas formas, muchas de ellas defendidas ya hoy por el liberalismo fundamentalista o libertarismo. 

La primera de ellas consistirá en permitir que las sociedades de Occidente acojan a un número cada vez mayor de población procedente de esos otros ámbitos culturales en que el liberalismo está mucho menos arraigado. Porque en cuanto, ya sea por el número inicial de inmigrantes o por su mayor tasa de natalidad, estas poblaciones alcancen un porcentaje crítico, los valores predominantes de nuestra sociedad darán un giro que como mínimo cabe catalogar de incierto y correremos el peligro de “involucionar”, de volver en parte a usos medievales por expresarlo en términos sencillos. 

La segunda podría ser que por un exceso de celo en la aplicación de estos principios liberales, pasemos por alto atropellos a la soberanía nacional, como procesos secesionistas, penetración de intereses extranjeros o delegaciones de responsabilidad a entes supranacionales. Pues históricamente sólo hemos conocido el Imperio de la Ley bajo las fronteras del estado-nación, y por tanto arriesgar esa institución supone arriesgar ese Imperio de la Ley.

Habrá otras muchas formas de poner en peligro el orden liberal en nombre del mismo, como oponerse a guerras que tienen por objeto preservar la soberanía o los valores de las naciones occidentales, o como conceder los mismos derechos políticos a quienes defienden la soberanía nacional o el orden liberal que a quienes los atacan. No obstante esto podrá discutirse ampliamente y tampoco quiero centrarme demasiado en la paradoja de “subvertir el liberalismo en nombre del mismo”; pues el problema del fundamentalismo liberal, a mi juicio, no es sólo ese, sino que va mucho más allá: el problema de fondo es que está tan enfocado en preservar la libertad que se desentiende de otras muchas necesidades humanas, tanto individuales como sociales. 

Y no seré yo quien ponga en cuestión la máxima de Washington: “Quien antepone la seguridad a la libertad no merece tener ninguna de ellas”. Porque seguramente es cierto en la mayoría de los casos. En cualquier modo conviene analizar más detenidamente el sentido de esta frase. Y es que imagino que Washington en absoluto quiso decir que la seguridad no importaba lo más mínimo, e imagino también que apreciaría que hay momentos excepcionales en que la seguridad es lo que más peligra, y que en esos casos, empeñarse en dejar las libertades intactas puede ser suicida. En realidad el problema de la seguridad y la libertad nunca se resuelve fácilmente, a no ser cuando la falta de la primera se magnifica por parte de los gobernantes y se usa como pretexto para reducir las libertades del ciudadano, es decir, no porque lo consideren sinceramente necesario sino porque les interesa hacerlo por diversos motivos y usan el fantasma de la seguridad para justificar su traición a la ciudadanía, su voluntad de imponerse sobre ella. Pero cuando la falta de seguridad no es fabricada parcial o totalmente por los intereses inconfesables del poder, sino que es objetiva, creo que el problema resulta mucho más difícil de resolver. Tampoco queda claro por otra parte si Washington se refería más a la seguridad interna o externa, dicho de otro modo, a la seguridad a título individual o a título nacional y estatal. Porque se trata de dos cosas radicalmente distintas: lo uno refiere al Estado benefactor y lo otro a la supervivencia del mismo Estado, más allá de que se incline hacia el paternalismo o hacia el Imperio de la Ley. Y en lo primero todos los liberales lo tenemos más que claro, pero en lo segundo el asunto se pone bastante más complicado.

En cualquier caso, con la seguridad y la libertad no agotamos los grandes problemas de los individuos y de las sociedades humanas. Está además la paz, la estabilidad, la armonía, el entendimiento, el diálogo, la cohesión y el consenso social; todos ellos asuntos que no pueden despreciarse en nombre de un “objetivo superior” como es el aumento de las libertades para los libertarios o liberales fundamentalistas. Porque además no queda nada claro cómo se jerarquizan o priorizan los distintos tipos de libertad (económica, política, de expresión,…) y menos claro está aún cómo se miden, cómo se “colocan en la balanza” todas las posibles conquistas de libertad frente a todas las posibles pérdidas de seguridad, de estabilidad o de armonía social. ¿Hasta qué punto es superior el beneficio de obtener cierta libertad al perjuicio de perder cierta seguridad o estabilidad? ¿Y hasta qué punto es sensato sacrificar esos otros valores con la mira puesta en un objetivo que bien puede ir realizándose poco a poco como igual de fácilmente puede truncarse? ¿Realmente merece la pena convertirse en un militante que únicamente persigue acercarse a su ideal liberal o libertario y que en su fijación por alcanzar o acercarse paulatinamente a ese “reino soñado” se desentiende de todos los demás problemas que afectan, insistiré siempre, tanto a las sociedades como a los individuos? ¿No sería más sensato militar de forma algo menos obsesiva, de tal modo que nos quede tiempo y energía para preocuparnos por otros problemas además del de la libertad?

¿Le estará permitido decir a un liberal –yo lo soy, al menos hasta que me quiten “el carnet”- que hay otras cuestiones que merecen nuestra atención aparte de los derechos y libertades individuales?
La de Donald Trump quizá sea el mejor ejemplo de
política liberal con los pies en la tierra.

2. El "pensamiento Imagine" y el "hagamos como si".

Hace un tiempo me di cuenta de que los liberales también pueden ser bastante “perroflautas”, es decir, idealistas, ingenuos y cortoplacistas. A veces se olvidan de que, como dijo Hayek, “quedarse en el ´laissez faire, laissez passer` no es decir nada”, y que, por tanto, los brindis al libremercado tampoco significan demasiado si no descienden de lo abstracto a lo concreto y se encuadran en la coyuntura política real. 

No toda privatización o liberalización es igual: lo que en abstracto supone “dejar ese servicio al mercado”, en concreto puede implicar beneficiar a otra potencia económica: a otro Estado competidor del nuestro. 

A veces parece que los liberales hablan de los procesos económicos como si los estados-nación hubiesen desaparecido ya. Pero los estados-nación siguen ahí; y no tener en cuenta la nacionalidad de las empresas, concebirlas a todas ellas únicamente como actores en un mercado global, puede ser aprovechado por otros actores con más poder, como son los estados, para poco a poco aumentar su influencia y su protagonismo en el “concierto de las naciones”. 

Al final se parece al supuesto del desarme y la paz global, si bien no son dilemas por completo análogos. Pero algunas analogías sí se pueden trazar: al igual que ninguna nación aceptaría desarmarse unilateralmente, aunque sólo se tratara de un desarme parcial, ningún estado renunciará al beneficio que puede obtener de contar con cada vez más empresas punteras y exitosas mientras los demás no renuncien también en la misma medida a usar esa fuerza económica en su favor. Geopolítica y Teoría de Juegos básica.

Implica una contradicción notable el negar que exista o haya existido jamás un verdadero libremercado (lo cual es rigurosamente cierto) y al mismo tiempo referirnos al comercio global como si lo hubiese. Se critican los pactos bilaterales y se nos dice que si realmente defendemos el librecomercio debemos abrirnos a él unilateralmente y que todo lo demás vendrá dado. Pero puesto que el mercado global está trufado de intervenciones estatales y de estrategias a servicio de los Estados, aplicar esta fórmula parece implicar cierto autismo, por no decir una completa farsa: "vamos a fingir que existe el libremercado", no sé si para no complicarse la vida o para no reconocer que en un mundo solo parcialmente liberal debemos adoptar también estrategias solo parcialmente liberales.

Y lo que voy a decir ahora sí supone una herejía que probablemente no me perdonen mis correligionarios y por la cual me retiren definitivamente "el carnet", pero creo que a cualquier persona sensata le inspira desconfianza el que la receta económica sea siempre la misma en cualquier circunstancia y que además sea tan simple: eliminar barreras, liberalizar. ¿No es una pista bastante reveladora de que nos encontramos ante un fundamentalismo con todas las letras? ¿De verdad es creíble que la mejor opción, independientemente de lo que hagan quienes están a nuestro alrededor, sea indefectiblemente la misma? ¿No habrá ni tan siquiera unos pocos casos excepcionales en que la aplicación de medidas proteccionistas o de presión ante otras potencias sean recomendables? ¿O será la economía el único ámbito humano donde todos los problemas se resuelven de la misma forma?

Pero pasemos ahora de la dimensión económica a la política. No hace mucho yo consideraba a Hans-Hermann Hoppe poco menos que la quintaesencia de la filosofía política que andaba buscando: la perfecta síntesis del pensamiento anarquista y el reaccionario. Sin embargo ya venía hace tiempo poniendo en cuestión alguna de sus ideas, más en concreto la que entiende el secesionismo como motor de progreso, el pensar que puede alterarse el equilibrio geopolítico de las naciones-estado decimonónicas sin consecuencias, y que además le permitan a uno hacerlo (algo que está a pocos pasos del pensamiento ´Imagine`). Pero es que ahí no acaba todo, pues recientemente me he enterado de que el bueno de Hans propone aplicar la Sharia entre musulmanes o la Ley Gitana entre gitanos con tal de "debilitar al estado". Ahí he visto una luz que cabría calificar de cegadora o reveladora (valga la paradoja) pues he despertado al hecho de que el antiestatismo de Hoppe y de tantos otros ancaps convencidos es análogo en muchos aspectos al marxismo cultural que tanto critica precisamente él y muchos de su escuela. En pocas palabras: todo vale con tal de debilitar y finalmente destruir al Estado, lo mismo que para sus "contrarios" todo vale con tal de debilitar y finalmente destruir a la civilización occidental y al capitalismo que supuestamente es parte indisoluble de la misma. Pero esto no se queda sólo en disputas académicas: esto tiene graves consecuencias en la política real, pues dado que "el otro bando", el marxismo cultural, está ya cerca de proponer lo mismo que propone Hoppe, no sería nada extraño que en el futuro cercano se materializase una alianza entre marxistas culturales y hoppeanos para lograr ese fin que es funcional a sus respectivas estrategias, del mismo modo que su maestro Rothbard consideró útil aliarse con la New Left; y de finalmente triunfar en su empeño, ver unas sociedades ya de por sí fraccionadas por el multiculturalismo que, nuevamente, tiene en Hoppe a su mayor crítico, fraccionarse todavía más gravemente y dar lugar con mayor seguridad y con mayor rapidez a la guerra civil que tantos tememos y de la que tantos venimos avisando hace tiempo. En ese sentido se me ocurre que, ya puestos, visto que todo vale contra el Estado, ¿por qué no volver a la antigua estrategia anarquista de colocar bombas? De todos modos esto que proponen allana muy mucho el camino a que se pongan cada vez más de ellas en el futuro.



Imagina que todos los países pudiesen ser como Mónaco, Lietchenstein o San Marino... Imagina que todos pudiésemos crear nuestros pequeños reinos de nunca jamás... Imagina que todas las unidades políticas pudieran fraccionarse, y cada una de las partes resultantes volver a fraccionarse otra vez, y que así la secesión sólo tuviera como límite al individuo.

Creo que todos los conocedores del pensamiento representado por Rothbard, Hoppe o Bastos entenderán perfectamente este chiste que me he permitido hacer. Como ya adelanté antes, los libertarios y algunos liberales, por más que les pese, también participan del "pensamiento" Imagine. Lo cual no implicaría mayor problema que el de despertar poco a poco de ese sueño, cosa que les concierne exclusivamente a ellos; si no fuera porque del sueño de Lennon pasan al de Marcuse, y entienden que el fin de acabar con el estado-nación justifica prácticamente todos los medios.

Es de lo más significativo que Hoppe y muchos otros ancaps que se han distinguido por señalar los inmensos peligros que conlleva el marxismo cultural abracen un ideal utópico con pareja convicción a la de los propios marxistas culturales, y que por tanto olviden todo lo demás y se centren obsesivamente en alcanzar el paraíso soñado cueste lo que cueste.

Del mismo modo que el marxismo cultural asume con enorme ingenuidad que el fin de la civilización occidental no sólo significará el fin del capitalismo, sino también de las guerras, del imperialismo, del racismo, el machismo, la homofobia y todas las calamidades imaginables, el anarco-reaccionarismo de Hoppe asume con no menos ingenuidad que el fin de los estados-nación conducirá a un mundo armónico compuesto por miles de ciudades-estado donde cada uno resolverá sus problemas y no se inmiscuirá en los del vecino, lo que constituye a sus ojos el mejor de los mundos imaginables.

Sí, es cierto que ambas concepciones aureolares son análogas pero no equivalentes. Obviamente la de Hoppe y otros ancaps no espera acabar de un plumazo con tantos males como la de sus contrarios. Pero es que si le preguntamos a los marxistas culturales, probablemente tampoco llegan todos a tal extremo de ingenuidad, así que al final quizá sí sean las dos utopías más cercanas de lo que parece.

domingo, 7 de enero de 2018

Pornografía, feminismo y sexualidad (III)

Defensa de un razonable pudor.

Todos los problemas con que se topan las sociedades humanas son siempre más complejos de lo que parece, y el caso del sexo, la prostitución y la pornografía lo es quizá especialmente.

Si la sexualidad en la mayoría de las culturas implica pudor no es tanto por la desnudez del cuerpo como por la desnudez del alma. Intimidad, privacidad, pudor.. Nada de ello responde a normas y tabúes caprichosos. El temor a mostrar emociones en público, en una forma u otra, cumple la función de ocultar nuestras debilidades o peculiaridades, de “no mostrar de vez todas nuestras cartas”. Uno nunca es el mismo en sociedad y en soledad, entre camaradas y entre desconocidos; no se muestra lo mismo a los vecinos que a los amigos, ni tampoco a los amigos que a la pareja. 

Esa es la razón de que, si bien el puritanismo es nocivo, también puede serlo su opuesto. Si estigmatizar la sexualidad es peligroso, quizá no lo sea menos el desdramatizarla, desacralizarla, aseptizarla,  desvincularla del pudor y la intimidad. 

El sexo siempre constituirá una fuente de conflicto tanto a nivel social como individual, nunca dejará de intrigar, inspirar, atraer, repeler, fascinar y atemorizar a nuestras conciencias. Por más que exploremos los límites del pudor y la perversión, por más que estudiemos la inmensa variedad de sus formas, desde la ternura a la crueldad, de lo más inocente a lo más retorcido, nunca dejará de encarnar nuestro lado más salvaje, más imprevisible, más intrigante, más turbador y más poderoso.

No, el conflicto y el desafío que nos plantea nuestra sexualidad no se resuelve de manera tan simple como declarando la “liberación sexual” y proclamando que “tener sexo es como beberse un vaso de agua”. De hecho no se resuelve de ninguna manera, como dije anteriormente. Debemos hacernos conscientes de que siempre permanecerá en nuestra sociedad y en nuestras conciencias como un problema, de igual manera que la tensión existente entre individuo y comunidad, entre seguridad y libertad, o entre –y aquí volvemos en parte a lo mismo- masculinidad y femineidad.

Así que no: tampoco resolveremos el debate en torno a la prostitución o la pornografía negando que quienes la ejercen estén “vendiendo su cuerpo” –pues en efecto no se trata tanto del cuerpo como del alma, aunque no tiene por qué hablarse necesariamente de “venta”- ni tampoco afirmando que se trata de una profesión como cualquier otra, pues teniendo en cuenta todo lo anterior podemos ver con claridad los problemas que plantea tal aseveración.

A los del “vaso de agua” y a los de “una profesión como cualquier otra”, a los del “haz el amor y no la guerra” y a los que no ven nada de malo en que una pareja se ponga a copular tan tranquilamente en una estación de Metro les pondría como tarea leer al Marqués de Sade o visionar ciertos tipos de pornografía extrema. Si de verdad el sexo es tan inocuo, tan poco problemático y tan opuesto a la guerra, ¿cómo es que en tantas ocasiones se entremezcla y hasta se confunde con el poder, con el dominio, con la agresión e incluso con la crueldad y la más abierta psicopatía? 

Obvio que hay formas de sexualidad bastante inofensivas, pero hasta esas formas no pueden desligarse de pulsiones relacionadas con el poder y la agresión. “Conquista” sin ir más lejos es un término tan común en el contexto bélico como en el amoroso y sexual. Tienen razón por tanto quienes señalan que la sexualidad masculina está vinculada al dominio y a la agresividad, sólo que tal vinculación no es un constructo cultural del patriarcado sino una programación evolutiva del macho, la cual rebasa con mucho las fronteras de nuestra especie. Imagino que habrán visto cómo los gatos muerden el pellejo de la nuca de su compañera durante la cópula. Pero también habrán visto o habrán experimentado cómo la hembra humana araña la espalda de su pareja. También en la sexualidad femenina hay pues cierto componente de violencia, de instinto salvaje. Esas fuerzas animales, oscuras e irracionales que desata el sexo son lo que Camille Paglia denomina “caos inmoral de la libido”. Porque en efecto es inmoral, o cuando menos a-moral; y en efecto es caótico y hasta cierto punto imprevisible. El sexo nunca dejará de representar un riesgo, un peligro, aunque en la mayoría de las ocasiones sea leve y apenas perceptible (no conviene tampoco sacar las cosas de quicio); pero en mayor o menor medida implica jugar con fuego, y de hecho ahí radica en gran parte su atracción y su magia. Si realmente fuese algo tan inofensivo como “beberse un vaso de agua” no nos resultaría tan arrebatador, tan salvaje y liberador. Y es que aquello que se libera durante la actividad o la excitación sexual es como dijimos nuestra parte más animal, más irracional e inconsciente: nuestro cerebro y nuestro sistema nervioso se transforman por completo y consecuentemente nosotros también nos transformamos en otra persona; más bien otro animal, más fiero y decidido, más depredador e incivilizado.

Por ello me interesa rescatar y seguir desarrollando las tesis que lancé en el segundo capítulo acerca de las “prostitutas sagradas”, aquellas sacerdotisas que en muchas religiones paganas se especializaban –digamos “profesionalmente”- en los placeres sexuales y que concebían sus orgías públicas como actos sagrados, trascendentes, las cuales yo quise equiparar a las modernas actrices porno. Yo diría que de alguna manera el talento y/o la responsabilidad específica de estas profesionales (o artistas, según se mire) consiste en la habilidad de jugar con fuego y no quemarse. Es una profesión (o un arte), pues, de riesgo. Las hay de mucho mayor riesgo, sin duda, pero es por este componente de “peligro” por lo que digo que en modo alguno se trata de “una profesión como cualquier otra”. Y si bien este carácter de peligrosidad no es tan alto como en la profesión de soldado o artificiero, aumenta a medida que se realizan prácticas más “extremas”, especialmente si implican violencia expresa, en la cual también existirán lógicamente grados. 

Loola Pérez dice que “para las mujeres, la sexualidad es una experiencia enmarcada en una tensión: placer y peligro”. Y así es en efecto. Pero en el caso de las actrices porno no se trata sólo del peligro físico y psicológico que implica abrir la caja de pandora del placer sádico u otras formas extremas de sexualidad, sino también del peligro moral, por así llamarlo, de encarnar a ojos de muchos una total disponibilidad sexual sin ningún tipo de límites, esto es, de ser vistas como indignas esclavas de las fantasías masculinas, dispuestas a prestarse a cualquier deseo en cualquier momento. Habrá siempre unos cuantos débiles mentales que no sabrán distinguir entre lo voluntario y lo forzado o entre lo profesional y lo personal, y que sólo verán en ellas mujeres fáciles, y hasta se ofenderán si no se muestran tan sumisas y tan dispuestas a todo como ellos imaginan que son. No digo que esto sea disculpable en absoluto, digo que es una consecuencia inevitable. Citando o parafraseando de nuevo a Paglia, el mundo está lleno de peligros y no ser consciente de ellos es una forma poco inteligente y poco responsable de enfrentarse a la vida. 

Los que insisten en el argumento de que es una profesión como cualquier otra son demasiado ingenuos o demasiado snobs. Una prostituta o una actriz porno nunca podrá ser vista como cualquier persona del montón; se la podrá juzgar como un ser más cobarde o por el contrario más valiente, como esclavizada o como liberada, como una casta inferior o como una casta superior, pero nunca como una igual. Hay profesiones que conllevan un estigma y que cuando uno las asume acepta que en el sueldo va el convertirse en foco de odios, críticas, insultos y vejaciones varias. Así ocurre también con los políticos, los policías, los banqueros, y en última instancia todo tipo de figuras públicas, ya gocen sus profesiones concretas de mayor o menor prestigio. La prostitución pues, y puede que todavía más la pornografía, estarán siempre rodeadas de cierto malditismo, como en menor medida lo está por ejemplo la música, la poesía, el teatro, el cine o el arte en general. 

Y tampoco creo que ello sea necesariamente algo negativo. Otra de las ideas en que he insistido a lo largo de estas reflexiones es la de que la sexualidad basa en gran parte su “atracción fatal” en su vinculación con lo misterioso y lo prohibido, y que en el caso de que fuera posible convertirla en algo por completo aséptico, inocente y carente de peligro se tornaría en ese mismo momento algo cotidiano y aburrido. Por suerte creo que esto es una total quimera, pues de poderse lograr lo que cierta “liberación sexual” preconiza nos arruinaría la sal de la vida, nos privaría en gran parte de los más dulces placeres; y todo ello, paradójicamente, en nombre del hedonismo. Y es que, como decía un personaje de Russ Meyer, “sin complejo de culpa quién querría follar”. 

Rescato aquí la provocación, que en absoluto es gratuita, ya lanzada en el primer capítulo: quizá las actrices porno y en menor medida otras trabajadoras sexuales puedan ser vistas como heroínas que asumen un papel y una responsabilidad que muy pocos estarían dispuestos a asumir y con ello contribuyen a mejorar la sociedad, ofreciendo una vía de escape de fácil acceso a nuestros instintos más acuciantes y probablemente evitando así que se produzcan más episodios trágicos de abusos y violaciones. En su momento lancé esa hipótesis porque me parecería que tenía todo el sentido, sin embargo he descubierto a posteriori que existen estudios que parecen demostrarlo. El psicólogo Michael Castleman resume las conclusiones de los mismos afirmando que "el porno no incita a los hombres a cometer violencia sexual, parece más bien una válvula que da salida a una energía potencialmente agresiva". Las trabajadoras sexuales constituirían pues una institución civilizadora, lo mismo que los jueces, juristas, policías y criminólogos, o los médicos, psicólogos, profesores y consultores, sin ponernos a discutir ahora cuáles de ellos son más necesarios, pero contribuyendo cada uno en su parcela a hacer el mundo más habitable.

*
Crítica al exceso de pudor en cuanto conlleva exceso de ignorancia.

“La pornografía conduce a la pederastia”. Quizá conozcan ustedes esta impactante tesis de J.M. De Prada, aparentemente bien trabada y que seguramente convence a muchos que están predispuestos a dejarse convencer y que abordan este asunto desde el prejuicio y el desconocimiento. 

De Prada argumenta que, puesto que la sexualidad humana no es como la animal (y en efecto es mucho más compleja, además de cumplir un papel mucho más protagónico), no se conforma con la mera repetición y busca siempre nuevos estímulos, cada vez más intensos. Lo de la repetición ciertamente tiene su gracia, pues se me ocurren pocas cosas más vinculadas a la repetición que el sexo, y también se me ocurren pocas actividades en que repetir y repetir siempre lo mismo resulte menos aburrido. Es obvio que no todo en la sexualidad es repetición, y que la variedad y la experimentación ocupan un lugar importante en ella, pero si hay una esencia de la pulsión sexual, como dijera Spengler, es el ritmo y la periodicidad.

Si nos fijamos, más allá de cuán relevante es la reiteración y cuánto la variación, la tesis de De Prada es análoga a aquella idea de que las drogas blandas conducen a las duras. Y es que las drogas y el sexo en efecto guardan muchas analogías; y si de un lado no es cierto que el consumo de drogas blandas conduzca siempre al de drogas duras, tampoco lo es que el consumo de cierta pornografía conduzca siempre al de otra más “extrema”. Quizá muchos se hagan adictos a nuevos y más potentes estímulos sexuales tras haber experimentado con ellos, igual que a otros les pasa con las sustancias enteogénicas, pero otros muchos siguen consumiendo toda su vida el mismo tipo de pornografia o el mismo tipo de drogas sin mostrar ningún interés por “ir más allá” ni vivir en constante búsqueda de “algo más excitante”. El tipo de sustancia o la dosis de la misma, igual que el tipo y la dosis de los estímulos sexuales, tienen un rango de tolerancia distinto en cada individuo, un límite a partir del cual la medicina se convierte en veneno, o lo que es lo mismo, el placer se convierte en dolor, el disfrute en malestar y la euforia en nausea. 

Pero no crean sin embargo que las teorías de este escritor católico y reaccionario son las más infundadas, desinformadas o torpes argumentalmente. Podrían ser hasta dignas de tomarse en serio si las comparamos con otras, quizá procedentes del espectro ideológico opuesto, y que ofenden todavía más a la inteligencia. En la obra Los costes sociales de la pornografía, James R. Stoner, y Donna M. Hughes se atreven a sentenciar que “un hombre que se masturba utilizando imágenes de mujeres en estado de excitación mientras son golpeadas, violadas o degradadas aprende que los sujetos que en ellas aparecen disfrutan y desean ese tratamiento, y, en consecuencia, que tiene permiso para actuar de esa forma”. Es difícil abordar la cuestión de la pornografía de una forma más falaz, más superficial y más ignorante. El mito de la Tabla Rasa, al que ya nos hemos referido otras veces en este espacio, se expresa aquí en su forma más burda; no sólo asumen estos dos autores que nuestros instintos e inclinaciones se construyen culturalmente sin ninguna base previa, sino que además somos por lo general tan imbéciles para no saber distinguir entre la fantasía y la realidad, entre la representación y la realización, o entre el cine y la vida. Imaginen que estas dos lumbreras ebrias de moralismo pretendieran juzgar del mismo modo a las películas de acción o de aventuras. ¿Verdad que sería delirante? 

La cruzada contra la pornografía es en el fondo la enésima reedición del chivo expiatorio. Igual que dijeron (y dicen) que las armas generan violencia, que las drogas generan adicción y que el capitalismo genera egoísmo, ahora se nos quiere vender que la pornografía genera depravación y que la prostitución genera explotación. Como si no hubiera violencia sin armas, ni adicciones a otra cosa que no sean drogas; o como si no hubiera egoísmo antes del capitalismo, formas de depravación no sexuales o explotación fuera de la prostitución. 

Moralistas y fariseos de izquierda y derecha acercan sus posiciones más que nunca y de esta manera nos dejan ver su fondo común, por encima de disfraces y etiquetas engañosos. No es la primera vez que el feminismo radical y el conservadurismo puritano se alían para intentar acabar con la pornografía y la prostitución.

Escohotado tiene razón:

Es cómodo no asumir nuestra responsabilidad. Es cómodo pensar que si soy un neurótico, si tengo una personalidad adictiva, es culpa de que se cruzara en mi camino “la maldita droga”. Es cómodo pensar que si soy un maldito pederasta o un maldito violador es culpa de la pornografía, de la hipersexualización en los medios o de “la sociedad”. Digámoslo claro: si tras un tiempo de experimentar con drogas te vuelves adicto a una o varias de ellas es porque tienes una personalidad obsesivo-compulsiva y si no te hubieras “cruzado con la droga” te habrías hecho adicto a cualquier otra cosa (de hecho, ya eres adicto a muchas otras cosas además de a las drogas, y a poco que te observes me darás la razón). Del mismo modo, si tras un tiempo de ver pornografía o practicando sexo "promiscuo" acabas interesándote por nuevas formas de excitación, por ejemplo la pedofilia, seguramente es porque siempre tuviste esas inclinaciones y la pornografía, la prostitución o la "promiscuidad" tan sólo te han hecho descubrirlo un poco antes. Así que no proyecten las culpas en entes externos, no maten al mensajero: asuman quiénes son y asuman su responsabilidad.

¿Acaso prefieren ignorar lo que esconden sus instintos y arriesgarse a descubrirlo en el momento más inesperado y quizá también menos apropiado, exponiéndose a la vergüenza e incluso al delito o, el azar no lo quiera, al crimen y el remordimiento? La pornografía no sólo constituye una vía de escape para ciertos instintos, la cual parece haberse probado, como dijimos, que efectivamente contribuye a mantenerlos a raya fuera del ámbito privado y consentido, sino que también es una fuente de auto-conocimiento: algunas de tus tendencias y tus apetencias se revelan cuando observas, representas o realizas prácticas sexuales que nunca habías observado, representado o realizado. Y obviamente podrá aducirse que, aunque en nosotros se hallen latentes muchas de esas tendencias y apetencias, quizá no convenga despertarlas o descubrirlas todas de vez. Y habría que empezar por el lenguaje, que cómo bien sabemos lo carga el diablo: ¿Se trata realmente más de despertar o de descubrir? ¿Hasta qué punto la pornografía nos incita a aficionarnos por ciertas representaciones o prácticas?

No pretendemos ser aquí unos defensores acérrimos de la pornografía, ciegos a todos los efectos negativos que pueda conllevar, del mismo modo que anteriormente nos hemos propuesto no ser ciegos a todo lo que la sexualidad tiene de conflictivo y problemático. Admitimos por tanto que es posible despertar, como dijimos, demasiados deseos de vez. Dependerá, como tantas otras cosas, de cada persona y del uso responsable que haga de su tiempo y de su "capital humano". Nada en exceso, nos dijo dicho el sabio. Aunque volviendo a insistir en que “cada persona es un mundo”, está claro que la medida del exceso será también distinta para cada uno de nosotros. Parece claro que, como ya dije en el primer capítulo, quienes se dedican a la pornografía o al trabajo sexual en general están hechos “de otra pasta”, bien porque son más desinhibidos, bien porque tienen un mayor apetito sexual o bien porque se les da mejor separar lo carnal de lo emocional. 

Responsabilidad y autoconocimiento es lo que intentamos defender desde esta tribuna. Y si es cierto que la pornografía es una fuente de autoconocimiento, obviamente no es la única. Si por un lado es deseable conocer lo mejor posible quiénes somos como “personas sexuales”, quizá no lo sea tanto enfocarse exclusivamente en esa dimensión de nuestra personalidad; aunque bien pudiera ser la que nos ofrece más información indirecta sobre otras dimensiones. Pero tampoco nos dejemos llevar en exceso por visiones de tipo freudiano, pues teorías nunca faltan y uno no debe fiarse demasiado de ninguna de ellas. 

*
Enlaces a la primera y segunda parte.