Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

lunes, 22 de junio de 2015

La fase Post-nihilista (II)


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«Hay quien en nombre de la caridad cristiana mata, quien para salvar al prójimo le llevó al quemadero. Cualquier idea sirve al fanático, y en nombre de todas se han cometido crímenes.

No es divinamente humano sacrificarse en aras de las ideas, sino que lo es sacrificarlas a nosotros, porque el que discurre vale más que lo discurrido, y soy yo, viva apariencia, superior a mis ideas, apariencias de apariencia, sombras de sombra.»

(Miguel de Unamuno, ´La ideocracia`.)

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En escritos anteriores no respondimos a la pregunta de "Por qué la modernidad es esencialmente disolución" más que de forma indirecta. Lo formularemos ahora con total claridad: 

El ideal ilustrado, y sus dos hijos primogénitos, el racionalismo y el iluminismo, se han revelado a la postre como el cumplimiento del mandato monoteísta, del idealismo cristiano (que no el platónico, es importante distinguir ambos ya que muy a menudo se han tomado por una misma cosa.)

La igualdad, ese gran tótem de una época caracterizada por una voluntad niveladora, negadora, nulificadora... es la plena realización del ideal monoteista... ¡DISOLVERSE EN LA NADA!

Nietzsche me da la razón cuando clama aquello de «¡En Dios, divinizada la nada, santificada la voluntad de alcanzar la nada!»
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Pero cuando esa Disolución se haya consumado, y ya estemos del todo inmersos en la fase post-nihilista.. ¿Se inventarán nuevos dioses? ¿Se propondrán nuevos mitos? ¿Nacerán nuevos héroes?

Necesariamente será así. Lo que no podemos adelantar es cual será la naturaleza de esos dioses, mitos y héroes que surgirán de la misma necesidad de trascendencia, de un imperativo que traerán los nuevos tiempos de orfandad. 

El hombre se encontrará arrojado al mundo, pero ya no con la carga acumulada de haber portado la cruz de la Fe, y luego, de la Razón, como les ocurrió a los ya exhaustos existencialistas; sino que se tratará de un arrojamiento virgen, una página en blanco esperando a ser impresa con los significados que para esta virginidad y este interrogante deseen proponer -inventar- los nuevos hombres. Ellos deberán juzgar, mejor que lo hicieron todos sus predecesores, qué explicación, qué tipo de trascendencia será la que este nuevo hombre requiere para superarse, o cuando menos, para seguir adelante, para romper con la parálisis.. 
Para tomar de nuevo el cielo por asalto, tras tantos siglos de haber sido la principal víctima de un asalto de los cielos al mundo de los hombres.

«Toda virtud debe ser la propia invención de uno, la íntima defensa y necesidad de uno; en cualquier otro sentido sólo es un peligro. Lo que no está condicionado por nuestra vida, la perjudica. (...) Un pueblo sucumbe si confunde su específico deber con el deber en sí. Nada arruina de manera tan profunda a íntima cualquier deber “impersonal”, cualquier sacrificio en aras del Moloc de la abstracción.»

(Friedrich Nietzsche, ´El Anticristo`.)

¡Ahí se describe con plena lucidez lo que este asalto inverso ha supuesto para el hombre!, el cáncer que ha corroído lenta pero ininterrumpidamente la antigua armonía con su entorno y con su propia naturaleza, es decir, la coherencia que en un tiempo guardó la cultura en relación con la vida.

Deberemos resguardarnos, pues, como de la peor pandemia, de esa idea monoteísta arrastrada también en tiempos de pretendido ateísmo: ese "deber en sí" del que habla Nietzsche, ese "Moloc de la abstracción", ese monstruo del conceptualismo que supone un imperativo moral ajeno a todo contexto y a toda utilidad y finalidad práctica (o vital). 
En este caso sí deberíamos responsabilizar en parte a Platón, pues, en lo que a tal materia se refiere, no se puede obviar que algo de culpa sí tuvo el inmortal ateniense; aunque de lejos lo compensara luego con muchas y brillantes aportaciones a nuestro acervo, ya no cultural o intelectivo -ni siquiera espiritual- sino enteramente humano.

Porque nuestra humanidad no es, ni mucho menos, la única humanidad posible. Bien podría haberse desarrollado ésta de manera muy distinta. Pero la que conocemos, aquella en torno a la cual hemos entendido nuestras ambiciones y valores, nace con Sócrates, como el padre que hace alumbrar en nosotros el ansia de verdad mediante la Mayéutica; y es bajo los rayos del potente Sol en que se erigió Platón como empezamos a corretear alegres y entusiasmados con todos los seres y cosas que algún dios -o acaso, algún torpe demiurgo- puso en esta Tierra tan sólo con el objeto de que nos interrogáramos sobre la razón de su existencia, y aún más, sobre la existencia en sí misma.
Aristóteles sería harina de otro costal. La ciencia, la razón y el empirismo modernos nacen con él -aunque se los mantuviese postergados por un tiempo-. No digo que su figura sea menor, ni mucho menos desechable. Lo que digo es que pertenecen a mundos y aspiraciones distintas, tanto que apenas las veremos cruzarse en algún punto. 

Es claro, pues, que pudimos dar lugar a humanidades muy diversas. Por eso deseo insistir en la idea de que ésta no es la única posible. De hecho, hasta el advenimiento de la Globalización, coexistieron varias de ellas prácticamente aisladas e independientes unas de otras; humanidades que se desarrollaron, en efecto, de modos ostensiblemente diferenciados y hasta incompatibles. Por todo ello debiera revelársenos de una vez el carácter quimérico, y del todo absurdo, de esa tan arraigada idea del hombre universal. ¡No existe tal hombre! Y si tras derruirse los cimientos de esta era convulsa y confusa como pocas, nuevos grupos humanos se vuelven a desarrollar aislados unos de otros -en caso de que la crisis histórica se manifieste con una violencia que dé lugar a tal aislamiento-, podremos comprobar entonces cómo son igualmente posibles formas de encarnar lo humano tan variopintas que ni la imaginación más fecunda sería capaz de prever. 

Podrán surgir formas de humanidad basadas en la pura crueldad, o en la pura compasión.. o con la misma facilidad, formas que abracen casi exclusivamente su dimensión animalesca, como podemos comprobar con un ejemplo que hoy sí tenemos cerca: el de las organizaciones mafiosas. 
¿Acaso es el tipo humano del gangster el mismo "hombre universal" al que nos referimos cuando pensamos en la madre, en el honrado tendero o en el maestro de escuela? Algunos saldrán con la explicación conveniente del "entorno". Lo cierto es que no hay entorno que convierta a nadie en sociópata -a no ser uno en que no exista otra cosa que sociopatía, y aun en ese caso, se trataria de emulación y adaptación-. Para nosotros es claro que el sociópata nace, no se hace. Mucho más todavía el psicópata, como es obvio. 

Decidme entonces: ¿De verdad son aplicables a estas dos tipologías de carácter las mismas abstracciones que sirven para describir a esa "Humanidad" con mayúscula?

Yo digo que ni son aplicables a estos casos extremos, ni lo serían tampoco a humanidades, como hemos dicho, basadas en la crueldad, en lo animalesco, o por el contrario, en la compasión, en la contemplación.. en el culto a la razón, a la trascendencia, a los sentidos, o váyase a saber en que otra cosa que -ya dijimos también- seguro pillará desprevenido en cierto momento al más audaz literato o filósofo.
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En resumen: el hombre universal no ha existido ni existirá jamás, sólo lo hizo en nuestras cabezas. Y nuestras cabezas no hubieran llegado nunca a concebir tal cosa de no ser por la invención de una peculiar cosmovisión llamada monoteísmo. De la idea de un dios para todos se siguió la idea de un único hombre que fuese, en esencia, el mismo en todos los lugares y tiempos. Tan sencillo era desprender una idea de la otra. Lo que no era tan sencillo, seguramente, era prever las profundísimas consecuencias que esto tendría, y todo el complejo proceso que desencadenaría, arrasando en un primer estadío con casi todo el diverso mundo pagano, y posteriormente, ya en nuestro tiempo, con todo lo diverso en general, y queremos decir con esto: con toda diversidad expresada en civilizaciones, culturas, cosmovisiones, y por lo tanto, HUMANIDADES, todas las cuales estuvieron marcadamente diferenciadas en su ethos, o por decirlo de otra manera, en su orientación, sus valores y prioridades, sus formas de enfrentarse a la vida y a la muerte.


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Acabar de enterrar a Dios y todo lo que a él va ligado, y en él tiene origen, será por tanto una de las tareas que nos exigirá este inter-regno entre el final de un mundo y el comienzo de otro.

Se trata, pues, de finalizar la tarea que tan torpe e inconscientemente dejó inacabada la Ilustración. Por ello, el imperativo, el desafío que se nos presenta no es el de superar esta era sino, en cierto modo, las dos últimas a una vez. 

Como ya dejamos dicho en ´Signos de los tiempos`, y hace poco hemos vuelto a recordar con otras palabras, «la "aventura de ultramar" (refiríendonos a la persecución de un ideal superior a lo terrenal, sea el más allá o la razón pura) viene durando ya desde que se inició el tiempo de la superstición, desde que se declaró abiertamente la guerra a "esta vida", y nos embarcamos, durante más de un milenio, en la persecución de un algo superior a ella. Y aunque en los albores de la modernidad nadie se percatara de que, al mismo tiempo que se estaban invirtiendo muchos valores, había algo esencial donde no se había roto en absoluto la continuidad, con la perspectiva que nos da nuestro siglo sí podemos verlo con total claridad.»Y reproducimos asimismo, para que se entienda plenamente lo que queremos decir, la frase de Ortega y Gasset que ya citamos en ese momento, y que expresa esto con portentosa lucidez: «El culturalismo es un cristianismo sin dios. Los atributos de esta soberana realidad -Bondad, Verdad, Belleza- han sido desmontados de la persona divina, y una vez sueltos, se les ha deificado.»

Retomando:

Debemos, entonces, clausurar la era que ya duró cinco centurias largas; pero para hacerlo, se nos muestra imperativo dar muerte también a aquello que sobrevivía de la era anterior. A saber: el idealismo, la preeminencia de la abstracción, el sometimiento de lo particular a lo universal.

¿Podremos lograrlo? 

La pregunta en realidad no es si podremos o si sabremos; pues lo único seguro es que debemos, que nos lo reclama la cordura, y que de ello depende nuestra supervivencia. No es, pues, tanto una cuestión de voluntad y arrojo como de agotamiento de un modelo bajo el que concebir el significado y propósito de la existencia. Y esto nos hace al menos respirar algo más tranquilos; dado que no en todo momento se nos exigirá la determinación que cabría esperar, sino que parte del proceso llevará consigo su propia inercia; como la llevó a su vez el paso de otras formas decrépitas de civilización a sus sucesoras, siempre plenas de energía iconoclasta y voluntad renovadora.

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