Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

sábado, 12 de noviembre de 2016

"NATURALEZA Y CIVILIZACIÓN" (I)

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El Mito de La Naturaleza.

En este espacio nos hemos dedicado con frecuencia a desmontar los grandes mitos de la Modernidad, así como a descubrir su genealogía en mitos pre-modernos, haciendo especial hincapié en la secularización de conceptos religiosos que, inadvertidamente, asume la mayoría como ideas perfectamente racionales y “científicas”, Nos hemos dedicado, en suma, a despertar al hombre contemporáneo de su pretensión de ser incomparablemente más racional (o menos supersticioso) que sus antecesores.

El mito que nos hemos propuesto demoler en esta ocasión es quizá uno de los que más determinan nuestra concepción actual del mundo. Es además el que probablemente tenga más alcance, en cuanto afecta o distorsiona nuestro juicio en un mayor número de cuestiones. Es, por ello, a la vez el que más urge desmontar y el que más resistencia opone a serlo finalmente. Nos referimos, como ya adelanta el encabezamiento, al mito de “La Naturaleza” como opuesta a “La civilización”, y lo que es más problemático aún, al mismo ser humano.
Vista del Real Palacio de Riofrio, Fernando Brambilla, 1830.
El Mito de La Naturaleza, bien como un ente amenazador, bien como
un lugar de armonía y reencuentro con nuestras raíces, empieza a
tomar la forma actual dentro del Romanticismo.

En los siglos en que la hegemonía estaba en manos de la Iglesia de Roma, y más tarde de las diversas sectas protestantes, se consideraba al Hombre “tocado por La Gracia Divina”, y era esto lo que le situaba por encima del resto de seres y de algún modo lo “apartaba del Reino Natural”.

Como explica y fundamenta Gustavo Bueno en ´El Mito de la Cultura`, esa idea religiosa del Reino de La Gracia se corresponde de manera sorprendente con la idea secular de Reino de La Cultura. Es por ello que el autor sostiene, y yo con él, que se trata de un mito oscurantista; esto es, un mito que sirve para confundir y no para aclarar.

Porque la confusión es, a estas alturas, morrocotuda. Cosa que se mostrará a las claras tan pronto intente usted responder a las siguientes preguntas:

¿Qué separa realmente a la Naturaleza de la Civilización, a la biología de la cultura? ¿No será tan sólo una impostura, una conceptualización artificial? ¿Qué es, por cierto, lo artificial y lo natural? 

Los urbanitas acostumbramos a vernos como seres “alejados de la Naturaleza”. ¿Pero de qué naturaleza? ¿Acaso decimos lo mismo del ave en su nido, de la hormiga en su hormiguero, del castor en su presa, o incluso del caracol o la tortuga en su concha?

Si la vida se muestra cada vez más diversa y más compleja, ¿no son nuestra civilización, nuestra tecnología y nuestra ciencia una forma más sofisticada de “concha”, de “nido” o de “presa”?

El lugar común reza que los habitantes de la ciudad estamos “desnaturalizados”, a diferencia de los habitantes del medio rural, que están más “en contacto con La Naturaleza”. Pero dado que la “Naturaleza” con mayúsculas no es sino un mito, a no ser que incluyamos al homo sapiens junto a todas sus obras “artificiales” en ella; es decir, a no ser que entendamos “Naturaleza” como sinónimo de “Universo” –o Multiverso-, es decir, de “todo lo existente”, la expresión únicamente podría adoptar la forma subjetiva: “en contacto con su naturaleza”. ¿Y cuál es nuestra naturaleza? Si mantenemos la perspectiva que defendemos aquí, el entorno natural o “ecosistema” del urbanita es la ciudad, como el del pueblerino es el campo. Pero suponiendo que aceptamos la validez de esa idea de “Naturaleza” en la que no se incluyen las obras humanas, ¿cómo exactamente se aleja o se aísla el urbanita de ella? Podríamos decir que lo hace levantando muros, pavimentando el suelo y construyendo carreteras, además de otras invenciones más recientes que, por otra parte, ya empiezan a ser tan comunes en el mundo rural como en el urbano (véase: los alcantarillados, las tuberías, las neveras, las farolas, los edificios de varias plantas, los urinarios, los lavabos, los teléfonos, televisores y ordenadores). Pues bien, ¿en qué se diferencia esto, en esencia, de la forma en que el ave se aísla en su nido, la hormiga en su hormiguero, e incluso el caracol en su concha? (porque aunque no sea esta última una creación cultural, de todos modos le aísla). ¿Cuál es exactamente el punto de corte entre la tecnología y la cultura desarrollada por los grandes simios, así como por los castores, por los elefantes o por los delfines, y la evidentemente mucho más compleja que nuestra especie ha llegado a desarrollar a día de hoy? Y la precisión temporal no está de más, teniendo en cuenta que esos “modos de vida natural” no sólo se identifican con lo rural, sino también con las “comunidades primitivas”. Y si ese fantasmal punto de corte entre lo “natural” y lo “artificial” rebasa incluso el punto de corte (no fantasmal pero sí arbitrario) entre nuestra especie y todas las demás, tenemos que acabar por concluir que, de existir, se encontraría en algún punto –de nuevo arbitrario- entre el “hombre antiguo” y el “hombre moderno”. ¿El calzado, la rueda y el arado pueden concebirse todavía dentro de la denominación “modo de vida natural”? ¿Es la imprenta, la pólvora o la máquina de vapor lo que nos aleja definitivamente de las “comunidades primitivas” que viven “en equilibrio con la Naturaleza”?

Gustavo Bueno. Filósofo español creador de todo un
sistema de pensamiento: el Materialismo filosófico.
El mito se extiende por tanto a una parte de la historia de nuestra especie y a una parte de las comunidades etno-culturales que existen a día de hoy. Y, en cuanto esos “modos de vida natural” (o arcaicos) logran acogerse a élson sacralizados junto a esa Naturaleza no sólo idealizada sino contrapuesta dialécticamente al “hombre moderno”. Este último resultará otro concepto clave en la cosmovisión dualista que aquí ponemos en cuestión, no menos vago que el de Naturaleza y, por ello, no menos engañoso; cosa que tiende por desgracia a traducirse en “apto para engañar y conquistar a las masas”. De ahí la importancia de aclarar los conceptos y el tan útil rol que cumple, por más que digan, la filosofía. Algo parecido hubiera dicho, o nos habría gritado mientras nos llamaba “imbéciles” -genio y figura-, el ya citado Gustavo Bueno. De su también mencionada obra ´El mito de la Cultura` es este extracto que, espero, ilumine un poco estas reflexiones:
«En el “todo complejo” que es la cultura (...) no sólo se contienen formas admirables, dignas de suscitar el entusiasmo, sino también formas repugnantes, que habrá que considerar, antes que como expresión de cualquier espíritu creador, como delirio de un animal enfermo.»
Y exactamente el mismo juicio podrá hacerse sobre la Naturaleza, algo previsible teniendo en cuenta que son mitos análogos. De ahí que la exhortación a la conservación, sea de formas naturales o de formas culturales, resulte un mandato contra el que cabe rebelarse por arbitrario e irracional, además de anti-vital. ¿Por qué debe conservarse lo que no sirve, lo que entorpece, y menos aún lo que destruye, impide o amenaza el desarrollo de otras formas de vida? 

La sacralización de la Naturaleza o la sacralización de la Cultura son puro espiritualismo, y por ello es que podemos acusarlas de anti-vitales. Tanto la Naturaleza como la Cultura se abren paso constantemente a través de la destrucción de parte de lo que las contiene. 

Nada es sagrado, todo es contingente. Empeñarse en conservarlo todo intacto equivale a defender la parálisis e impedir todo progreso.

Los ecosistemas y las culturas son sistemas dinámicos. Nada más absurdo que pretender que se tornen estáticos. Todo fluye, nada permanece: esa es la máxima de la evolución y de la vida. Ocurre que, como seres finitos, nos cuesta asumirlo y queremos formarnos la ilusión de algo permanente, pero tan siquiera las células que nos constituyen hoy son las que nos constituyeron ayer.

El ecologismo es una rebelión contra la Naturaleza y una negación de la misma, ya que exhorta a la conservación mientras que las leyes de la vida implican transformación permanente: un ciclo eterno de creación y destrucción.

Seguro que tras afirmaciones tan tajantes, tras semejante serie de aforismos que por su radicalidad podrían otorgarse al mismo Nietzsche se han quedado ustedes pensado que quien escribe ésto posee un ego comparable al del sajón y probablemente una cordura tan frágil como la suya. Sin embargo, mi intención era precisamente provocar, tanto en el plano moral como en el intelectual; cosa que constituye el núcleo de lo que me gusta llamar ´Método Socrático-Nietzschiano`, que a mi modo de ver sería un eficiente "truco" o "atajo" para fomentar el espíritu crítico o científico, en cuanto nos colocara frente a perspectivas que, por novedosas y “ofensivas”, nos forzaran a replantearnos convicciones (o convenciones) que ya teníamos interiorizadas (o esclerotizadas).

Porque, una vez más, esa es o debería ser la función de la filosofía. Por ello me interesa dejar meridianamente claro que la intención de este texto no es defender la “explotación de la Naturaleza” o cualquier otro perentorio fin instrumental, sino mostrar perspectivas alternativas a las más habituales que nos inspiren provechosas reflexiones, todo ello con el objetivo de avanzar en nuestro pensamiento y en nuestra comprensión del entorno y de nosotros mismos.

Mi propósito no es por tanto que dejen ustedes de ser ecologistas, en el caso de que se adscriban a esa etiqueta, sino mostrar que hay una contradicción en que se nos inste por un lado a respetar a "nuestros hermanos los animales" -cosa que comparto, al menos a grandes rasgos- y que por el otro se considere al ser humano como "algo aparte" del resto de seres, una especie de "intruso en la Naturaleza".

Pero el motivo que nos ha llevado a mantener esta cosmovisión no es otro, en el fondo, que el mismo que en otro tiempo nos llevó a defender nuestra supremacía y derecho a dominar a esa “Naturaleza”. Porque la confusión de origen no radica en la posición moral que asumamos frente a ella sino en el hecho de concebirla como algo ajeno, separado ontológicamente de nuestra especie, la cual no hemos dejado de considerar “especial”, sea la connotación de ese adjetivo positiva o negativa. Ya el propio lenguaje nos alerta de la trampa inherente a concebirnos de tal modo. Pues, ¿qué es lo que nos hace considerarnos tan especiales, sea para bien o para mal?; sea para auto-otorgarnos el derecho a “reinar sobre el resto de criaturas” o sea para fustigarnos continuamente por concebir nuestra existencia como una maldición para esas otras criaturas y sus ecosistemas, que de no ser por nosotros seguirían su curso “natural”.
En ocasiones se ha comparado a los grandes edificios de varias plantas 
con los termiteros. Esta simple metáfora nos obliga  a cuestionar la idea 
de que el urbanita o el hombre moderno esté "aislado de La Naturaleza".

Lo primero que debería traerse a colación es que los seres vivos, por definición, consumen recursos y transforman el medio.Y si bien es cierto que el ser humano es el animal que consume más recursos y transforma (o destruye) más ecosistemas, también es el único, que yo sepa, que planta árboles, crea reservas naturales, y garantiza la supervivencia de especies. No sólo eso, sino que además es el único animal que, con sus herramientas, es capaz eventualmente de frenar o paliar fenómenos naturales que amenazan a esos ecosistemas e incluso al planeta en su conjunto.

Si el hombre actual hubiera convivido con los dinosaurios, podemos estar seguros de que éstos no se hubieran extinguido. Aunque, por otra parte, gracias a su extinción pudieron surgir muchas otras especies. Entre ellas, la nuestra.

No podemos, por ello, dejar de insistir en que la evolución de las formas de vida y de las formas culturales consiste en un eterno ciclo de creación y destrucción; y éste es el motivo por el que el ecologismo preservacionista -aquel que pretender conservar todo tal cual está- resulta filosóficamente contradictorio y en última instancia no podemos sino calificar de absurdo.

Sólo existen, en resumen, tres formas posibles de enfrentarnos a este dilema, y ustedes me dirán cuál de ellas parece más sensata, o encaja mejor con los hechos que conocemos. La primera es considerar al ser humano "tocado por la Gracia Divina" o alguna otra misteriosa instancia, idea de la que derivamos la defensa de su supremacía y derecho de dominio sobre La Naturaleza. La segunda consistiría en invertir la primera, como se ha hecho reciéntemente, y suponer que ha sido "tocado por una entidad maligna", algo así como un demonio que le impele a destruir todo a su paso, de lo que extraemos la conclusión de que no merece ni el suelo que pisa. La tercera consiste en enfocar el problema desde la biología, y considerar al homo sapiens, ya con esa denominación que le otorgan los zoólogos, como otra especie animal y, por tanto, como parte integrante de esa Naturaleza, por más que sea la parte y especie más compleja (o avanzada) de la misma; cosa que de ningún modo la hace "especial", dado que también un elefante es mucho más complejo (o avanzado) que una hormiga, y ésta a su vez lo es más que una bacteria.
«Yo soy zoólogo, y el mono desnudo es un animal. Por consiguiente, éste es tema adecuado para mi pluma, y me niego a seguir eludiendo su examen por el simple motivo de que algunas de sus normas de comportamiento son bastante complejas y difíciles.» (Desmond Morris, Introducción a ´El mono desnudo`).
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