Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

martes, 21 de julio de 2015

"La fatal arrogancia".


Fredrik A. Hayek, filósofo y economista. 
Autor de La fatal arrogancia..
Hay una perspectiva desde la que podemos ver al Mercado como un ente amorfo, una maquina movida por el egoísmo ilimitado, una fuerza que lo arrasa todo.. y así, una serie de connotaciones tan larga como dé de sí nuestra imaginación, o nuestro odio a dicho ente.

Hay otra perspectiva desde la que podemos entenderlo como una colaboración espontánea que no para de crecer en extensión y complejidad, y mediante la cual cada vez más individuos acceden a un número cada vez mayor de bienes y oportunidades de negocio.

Mientras que a la segunda se le acusa frecuentemente de ingenua e idealista, a la primera se lo hace de recelosa y retorcida. Quizá ambas acusaciones tienen motivos fundados.

Sea como fuere, lo que hemos venido llamando capitalismo y librecambismo lleva varios siglos de recorrido y de perfeccionamiento. En estos siglos, tanto las restricciones a esa libertad de comercio como las situaciones sociales generadas en torno suyo fueron variadas. Y digo "generadas en torno suyo" y no "a causa de" porque nunca es tan fácil adjudicar responsabilidades como tanto les gusta hacer a todos los moralistas, ya sean "progresistas" o "reaccionarios".

Fredrik A. Hayek impartiendo clase.
En cualquier caso, estos nuevos modos de organización que en su momento acordamos llamar capitalismo supusieron un innegable avance para Europa, y después, para gran parte del Globo. Unidos a la revolución científica y a la industrial, consiguieron elevar el nivel de vida general de la población y permitir una explosión demográfica sin precedentes, la cual aumentó el potencial del proceso en sí mismo, al contar con más mano de obra y más cabezas pensantes (si fue este "reparto de bienestar" más o menos extendido a todas las capas sociales sería un asunto que excedería los límites de estas reflexiones, aparte de, también, los límites de mis propios conocimientos.)


***
Lo que nos aporta Hayek en el texto que da título también a esta entrada es una tesis evolucionista de la cultura, y esto es, sin ninguna duda, la dimensión más valiosa de la obra. Se usa repetidamente el término "tradición", algo que sorprenderá, como me ha sorprendido a mi, a todo aquel que tuviera una imagen del liberalismo esencialmente anti-tradicionalista. Y puede que sí exista tal vertiente, porque existen tantas escuelas autodenominadas liberales, y tan alejadas entre sí en sus postulados, que el mismo vocablo "liberal" empieza a significar más bien poco.

¿Cabe decir, entonces, que el autor austriaco al que le hemos dedicado estos párrafos es un tradicionalista? 

Sería difícil negarlo.

También sería difícil negar que es liberal. 

No parecen ser, pues, términos excluyentes. 

Podríamos decir de él que es un liberal con mentalidad tradicionalista (quizá al modo de Ortega). O podríamos emplear una fórmula opuesta, y que abriría un muy fértil campo para el análisis metapolítico. Así, podriamos afirmar que se trata de un tradicionalista que no coloca un muro de contención entre la tradición antigua y la moderna; cosa que sí hacen la mayoría de los que así se califican, pues parecen decretar finalizada la "época de los tradicionalismos" una vez nacida la Revolución Industrial, como si el mundo capitalista, racionalista e ilustrado no hubiese creado también su tradición propia.

En este sentido, visto desde esta nueva perspectiva, no parece haber razón alguna (razón de peso) para colocar un límite a lo que consideramos o no tradición "legítima". Entendida la tradición en su acepción más amplia -desde luego no en la evoliana-, el mismo papel cumplen las normas morales sobre la jerarquía, la familia, la sexualidad o la urbanidad que las normas más recientes sobre la propiedad privada, los contratos, el ahorro o la inversión.
Otra de las claves, y otra idea que merece toda nuestra atención, sobre la que se insiste durante todo el libro, es el caracter a-racional o meta-racional (esta terminología la añado yo) de toda forma tradicional, es decir, de toda norma que se ha impuesto "por selección cultural" (haciendo una analogía con la selección natural. De nuevo, el término es de mi cosecha). A este respecto, la lucha que se establece entre tradicionalistas y modernos, una vez más, no se distingue en absoluto ya hablemos de tradiciones pre- o post-capitalistas; pues en ambos casos radica en la incomprensión de los modernos sobre los fundamentos de todas esas normas; normas que, al no estar basadas en la razón, sino en algo más complejo y difícil de ubicar, son rechazadas de plano por los que precisamente vienen a entronizar a La Razón con mayúscula.

La mejor síntesis de todo esto nos la da el propio Hayek cuando dice que «en este sentido, cabe considerar a las normas tradicionales "más inteligentes" que nuestra propia razón».

Y he ahí, pues, la fatal arrogancia: 
La arrogancia de considerar nuestra razón más capaz que la acumulación de saberes llevada a cabo por ensayo y error a través de las generaciones, ¡más eficiente que toda esa selección natural! -ya que en cierto momento, quienes crearon formas culturales se jugaron su propia existencia, pues aquellas que junto a ellos perecieron ya no se propagaron.- 

Y de esa arrogancia es de la que se derivan todas las demás: 
La de pretender saber lo que la gente necesita mejor que ellos mismos. 
¡La de todos esos que se alzan en nombre del Pueblo!  
La de pretender organizar la vida social desde fuera de la misma y a golpe de decreto. 
O querer mejorar el mundo mediante la razón de unos cuantos, o hasta la de uno solo. 
¡La fatal arrogancia de orientar la Acción Humana en un sentido o en otro!

Pero es más que eso. Para Hayek, el mero rebelarse contra este "orden espontáneo" es casi comparable a rebelarse contra las leyes de la evolución biológica. Y en realidad sería mucho más grave que eso, puesto que, por mucho que alguien niegue las leyes de la evolución en la Naturaleza, no por ello van a cambiar esas leyes. Sin embargo, cuestionar, condenar las leyes de la "evolución cultural", y finalmente subvertirlas en mayor o menor medida, supondría poner en riesgo las condiciones que han permitido nuestro actual nivel de vida y nuestro actual volumen demográfico.

Y del mismo modo que en la evolución darwiniana no podemos calificar los procesos como justos o injustos, Hayek afirma que «insistir en que todo cambio futuro sea justo equivale a paralizar la evolución», en este caso, la cultural y la económica.

Pero no se equivoquen, que no tiene esto nada que ver con el darwinismo social. Es algo que se deja claro ya en el comienzo de la obra. ¡Son las formas culturales, los modos de organización, quienes viven o mueren, y son seleccionados o descartados, en ningún caso los individuos! (aunque sí pudo ocurrir esto, incluso con frecuencia, en tiempos que ya dejamos hace mucho atrás, como hemos mencionado antes).

Aquí, obviamente, se nos plantearía el problema de averiguar cuales de estas formas de organización que hoy se imponen son producto de la verdadera selección incondicionada, y cuales de la intromisión de entes como el Estado u otros organismos análogos pero de carácter supra-nacional. Probablemente será imposible el acuerdo entre los que ven con mayor recelo todo aquello que parte del modelo capitalista y quienes procuran buscar, ya que su celo es inverso, las formas más "puras" de este gran invento (esto último ya no lo entrecomillo, porque cualquiera reconoce que efectivamente lo fue, empezando por toda la escuela marxista). Podemos adelantar sin temor a equivocarnos que los primeros dificilmente reconocerán algo de "natural" en el sistema que tanto enojo les suscita, mientras que los segundos serán bastante más generosos con la "niña de sus ojos".


***
Pero vamos a analizar, hasta donde podamos, una contradicción aun mayor que podría implicar la tesis del autor austriaco, al menos en un punto muy concreto, pero muy vital.

Hayek corrobora algo en lo que yo también insistí con una vehemencia que creí necesaria en estos tiempos que vivimos de "pensamiento blando": «La diversidad de habilidades personales -que da origen a una división del trabajo cada vez más amplia y articulada- deriva, en un orden extenso, fundamentalmente de la diversidad de formas tradicionales.»


La gran paradoja que deberíamos analizar aquí es la que nos plantea el problema de la aculturación, atribuido hoy, con más o menos razón, precisamente al libre mercado.

Habría que recordar antes que el mayor proceso conocido de aculturación fue el practicado por los viejos imperios coloniales. Y aun previamente, por esa suerte de imperio de la moral, ya se llamara musulmán, católico, o protestante.

Ahora, el error estaría, primeramente, en tomar esas tres etapas como entes separados, cuando forman parte de un continuum, de una ininterrumpida evolución cultural, una vez más. 

El imperialismo practicó su particular forma de aculturación sin que hubiese finalizado todavía la vieja forma del otro imperio, el del monoteísmo. Los curas y monjas viajaban junto a los colonos. Por tanto, ambas formas coexistieron en el tiempo; aunque la proporción entre una y otra fuese variable; y asimismo, debemos tener presente que una era la evolución de la anterior, esto es, que el racionalismo iluminista era heredero, como tantas veces hemos recordado, del monoteísmo en cualquiera de sus versiones.

De igual modo, pues, ese libre mercado (hasta donde fuese realmente libre) fue otra de las imposiciones de los mismos imperios coloniales, de esa misma mentalidad europea e ilustrada.

Por tanto, ¿cómo saber donde acaban las formas impuestas por los imperios europeos (incluido el libre-cambismo, fuese absoluto o no) y donde empiezan los procesos en favor de esa liberalización asumidos por decisión genuína de los gobiernos ya independientes políticamente de la metrópoli? 

¿Hasta donde cabe hablar de imperialismo económico y cultural, y hasta donde de mera influencia de unas culturas sobre otras, e incluso de asunción por parte de algunas de ellas de los modelos de otras en razón del convencimiento sobre su conveniencia y sobre sus beneficios?

Bien compleja es la respuesta a esta pregunta, por no decir imposible. Pero sí será más factible (que no sencillo) si dejamos a un lado lo cultural y nos centramos en lo económico. Si nos centramos en las empresas que, fundadas en época colonial, siguen operando en tal colonia una vez ésta se ha independizado. Aquí, el problema ético es evidente. No se trata de conflictos casi metafísicos e irresolubles como aquel de la influencia cultural. Aquí hablamos de instituciones que deben su existencia al uso del monopolio de la fuerza en un pasado. Por ello, si queremos que el tan celebrado modelo global capitalista -sea lo que diantres sea eso- gane legitimidad, o algo más llano y de trascendencia más inmediata, como es lo que llamamos "buena prensa", cabría contemplar la posibilidad de someter a proceso penal todos esos casos de colonialismo económico que resultan más indiscutibles.

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