Filosofía, Metapolítica, Aforismo, Poesía.

jueves, 21 de mayo de 2015

"Signos de los tiempos" (3ª parte)

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«Empezamos a sospechar que la historia, la vida, ni puede, ni debe ser regida por principios, como los libros matemáticos.

Es inconsecuente guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquel, queda la vida supeditada a un régimen absoluto.»


«Y esto es lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista -que salva la razón y nulifica la vida-, ni el relativismo -que salva la vida evaporando la razón.»
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Dijimos que nos apoyaríamos en la obra "En torno a Galileo" para desarrollar estas reflexiones. Y lo seguiremos haciendo, sólo que la complementaremos ahora con otros dos ensayos, "El tema de nuestro tiempo" y "El ocaso de las revoluciones", en donde Ortega retomó su análisis de la actual crisis histórica. (Actual para él y actual para nosotros, así de dilatado está siendo tal proceso.)

Lo que está en crisis es la verdad, como en todo anterior periodo análogo al presente. Y esto ocurre porque ya no es operativo el concepto que de ella nos hacíamos, y que hasta hace unas cuantas décadas, apenas se cuestionaba. 

Hoy se cuestiona tan abiertamente que hemos acabado dando lugar al relativismo, el cual es, meramente, un furibundo ataque en defensa propia que toma la forma de negación. Y al ser una respuesta extrema en el contexto de una situación extrema (la desorientación ante unos principios que empiezan a resquebrajarse) vuelve a ser un signo de los tiempos, como tantos otros que ya describimos en la primera y segunda parte de este ensayo; y por ello, nada nuevo: no más que un síntoma, de ningún modo un remedio.

El que la vida haya quedado supeditada a principios, en vez de al revés -como nos damos cuenta al fin de que debiera ser- tiene unas implicaciones tan profundas que acaso no podamos comprenderlas enteramente si no nos detenemos unos instantes a meditarlo.
Y, seguramente, lo veremos más claro si complementamos la tan reveladora analogía entre "el príncipe y el principio" con la siguiente reflexión, en que intervienen, además del elemento racionalista, el imperativo del progreso:

«El sentido y el valor de la vida, la cual es por esencia presente actualidad, se halla siempre en un mañana mejor, y así sucesivamente. Queda a perpetuidad la existencia real reducida a mero tránsito hacia un futuro utópico.»

Quizá se nos muestre así, finalmente, la traición que hemos estado cometiendo contra LA VIDA, sacrificando ésta en pos de un futuro mejor que nunca acaba de llegar. Quizá despertemos así de una vez por todas al terrible auto-engaño del que hemos sido víctimas durante tantas generaciones.

Nos desentendimos de la vida, la despreciamos, por parecernos poca cosa, por sí misma, en comparación con las "grandes aspiraciones" en cuya búsqueda podíamos emplearla. La vida era, pues, un instrumento para lograr "más altos fines". Nos parecía lo más absurdo, se nos antojaba un total desperdicio que no fuera así; ¿emplear la vida para otra cosa que no esté más allá de la vida? ¿La vida como un valor en sí misma? Jamás nadie (o prácticamente nadie) hubiera osado postular semejante "barbarismo". Sin duda que es esto lo que hubieran pensado de tal idea nuestros antepasados cercanos; para ellos no se hubiera tratado más que de puro primitivismo, animalismo... ¡una absoluta bajeza!

Pero ellos no eran capaces de interpretarlo en otra clave porque estaban en plena ebriedad racionalista, en plena efervescencia de la mentalidad iluminista. Invirtiendo los términos, sería como si en medio de una orgía dionisíaca, alguien tiene la ocurrencia de gritarles a todos los que allí concurren que por medio del éxtasis no se alcanza ninguna sabiduría, y que bien harían los dionisíacos en abandonar esas tentativas y dedicarse a la razón pura.

Sin embargo nosotros, que ya tenemos ante nuestros ojos los frutos, unos buenos, otros peores, de esa orgía del razonamiento puro en que se enfrascó el hombre occidental durante los últimos siglos. Nosotros, que ya participamos en esa orgía sólo de cuando en cuando, y cada vez con menos convicción, pues ya no sentimos apenas ese éxtasis (pero sí palpamos cada vez más sus zonas grises, sus vacíos.) Nosotros, digo, sí podemos superar esa fiebre de la abstracción y volver, tras tanto tiempo, la vista de nuevo hacia lo VITAL.

«La vida debe ser culta, pero la cultura tiene que ser vital.»

¿Qué queremos decir con esto? Pues, ni más ni menos que la cultura, el conocimiento, la razón... deben servir al propósito de la vida, y no la vida al propósito de aquellas. Porque si pensamos la existencia como un medio para alcanzar cosas que consideramos por encima de la misma, estas cosas serán las que irán copando toda nuestra atención, mientras la existencia irá cada vez ocupando menos espacio en nuestras preocupaciones. Y llegará un momento -como ya ha llegado- en que ni siquiera recordaremos qué era la vida antes de "la búsqueda del conocimiento" en la que nos aventuramos, firmemente comprometidas y apasionadas, varias generaciones. De esta suerte, nuestro conflicto interno será análogo al de un pueblo de navegantes que tras continuar, los hijos, la vocación de los padres, y estos, la de los abuelos, los últimos descendientes empiezan a preguntarse "como será eso de pisar tierra firme".

¡Y tierra firme, concreta y palpable, es la que llevamos sin pisar mucho.. mucho tiempo!

Porque aquí ya no nos referimos únicamente a la última era, sino que en este sentido, la "aventura de ultramar" viene durando ya desde que se inició el tiempo de la superstición, desde que se declaró abiertamente la guerra a "esta vida", y nos embarcamos, durante más de un milenio, en la persecución de un algo superior a ella. Y aunque en los albores de la modernidad nadie se percatara de que, al mismo tiempo que se estaban invirtiendo muchos valores, había algo esencial donde no se había roto en absoluto la continuidad, con la perspectiva que nos da nuestro siglo, podemos verlo meridianamente:

«El culturalismo es un cristianismo sin dios. Los atributos de esta soberana realidad -Bondad, Verdad, Belleza- han sido desmontados de la persona divina, y una vez sueltos, se les ha deificado.»

Yo defendí esta misma tesis en una reflexión que quise hacer, en cierto momento, sobre los mitos modernos. Y también vi entonces claro, como Ortega, que había una dimensión nada desdeñable de los mismos que se adecuaba muy bien a esta sentencia: "La Ilustración encontró la manera de negar a dios sin dejar, por ello, de ser monoteista".

¿Qué diferencia esencial hay, séanme sinceros, entre someternos a un dios, a un rey, o a unos principios? ¡A no ser que nosotros hayamos inventado los principios!, pero dado que pueden contarse con los dedos de una mano las personas, en este mundo, que se guían por sus propios principios 
-elaborados enteramente por ellos mismos-, podemos perfectamente obviar esa rara excepción a la regla.

De lo dicho se concluye, por tanto, que estaríamos posponiendo indefinidamente la tarea de significar, de valorizar, de EMPODERAR a la propia vida, en vista a construir un edificio conceptual, un templo a la razón, en el que se nos reclama que continuemos participando; aun cuando seguimos sin ver en qué momento concluirá, y lo que es más desalentador, aunque se halle cada día más desdibujado el objetivo último de todo ello. Y si el objetivo se torna tan dudoso, lo que empieza a preocuparnos creciéntemente es si no estaremos hipotecando nuestra vida -que es nuestra, a título individual, y de nadie más- en beneficio de una fantasmagoría, de un monumental engaño en el que han sucedido unas generaciones a otras, igual que ocurría en la construcción de las catedrales medievales. Sólo que en aquel caso, lo que se construía no era un edificio en las nubes, sino uno que, precisamente por estar hecho de columnas y arcos concretos y palpables, llegaba un momento en que podía decirse que estaba concluido. Y, fuera de una belleza mejor o peor lograda, fuese un mayor o menor motivo de orgullo para sus constructores, estaba ahí para que propios y ajenos lo contemplaran, y era por tanto un fruto objetivo del trabajo de esas tres o más generaciones que a él se habían dedicado.

Pero, díganme, y séanme de nuevo sinceros: ¿Qué carajo se puede decir que estamos construyendo nosotros desde hace cinco siglos? ¿Qué gran edificación cultural, humana, vital, es a la que se prevé, arribaremos al final.. ¡al final de todo!, quién sabe tras cuantos siglos mas?

No creo, una vez expuesto el problema esencial, que nadie piense que es una pregunta baladí.

Pues bien, ¿alguien puede hoy respondérmela?


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